¡LA VIDA ES ESPERA!
El otoño es el tiempo ideal
para meditar sobre los temas humanos. Tenemos ante nosotros
el espectáculo anual de las hojas que caen de los árboles.
Desde siempre se ha visto en él una imagen del destino
humano. Una generación viene, una generación se va...
¿Pero es de verdad éste
nuestro destino final? ¿Más mísero que el de los árboles? El
árbol, después del deshoje, en primavera vuelve a florecer;
el hombre en cambio, una vez que ha caído en tierra, ya no
ve al luz. Al menos, no la luz de este mundo... Las lecturas
del domingo nos ayudan a dar una respuesta a la que es la
más angustiosa y la más humana de las cuestiones.
Recuerdo haber visto de
niño, en una película o en un tebeo de aventuras, una escena
que se me quedó fijada para siempre. Es por la noche y se ha
caído un puente del ferrocarril; un tren, ignorante, llega a
toda velocidad; el guardavías se pone entre éstas gritando:
«¡Detente! ¡Detente!», agitando una linterna para señalar el
peligro; pero el maquinista está distraído y no lo ve, y
avanza arrastrando el tren al río... No querría cargar las
tintas, pero me parece una imagen de nuestra sociedad, que
avanza frenéticamente al ritmo de rock ‘n roll,
desatendiendo todas las señales de alarma que provienen no
sólo de la Iglesia, sino de muchas personas que sienten la
responsabilidad del futuro...
Con el primer domingo de
Adviento comienza un nuevo año litúrgico. El Evangelio que
nos acompañará en el curso de este año, ciclo C, es el de
Lucas. La Iglesia acoge la ocasión de estos momentos
fuertes, de paso, de un año al otro, de una estación a otra,
para invitarnos a detenernos un instante, a observar nuestro
rumbo, a plantearnos las preguntas que cuentan: «¿Quiénes
somos? ¿De dónde venimos? Y sobre todo, ¿adónde vamos?».
En las lecturas de la Misa
dominical, todos los verbos están en futuro. En la primera
lectura escuchamos estas palabras de Jeremías: «Mirad que
días vienen –oráculo del Señor- en que confirmaré la buena
palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. En
aquellos días y en aquella sazón haré brotar para David un
Germen justo...».
A esta espera, realizada
con la venida del Mesías, el pasaje evangélico le da un
horizonte o contenido nuevo, que es el retorno glorioso de
Cristo al final de los tiempos. «Las fuerzas de los cielos
serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre
en una nube con gran poder y gloria».
Son tonos e imágenes
apocalípticas, de catástrofe. Sin embargo se trata de un
mensaje de consuelo y de esperanza. Nos dicen que no estamos
caminando hacia un vacío y un silencio eternos, sino hacia
un encuentro, el encuentro con aquél que nos ha creado y que
nos ama más que un padre y una madre. En otro lugar el
propio Apocalipsis describe este evento final de la historia
como una entrada al banquete nupcial. Basta con recordar la
parábola de las diez vírgenes que entran con el esposo en la
sala nupcial, o la imagen de Dios que, en el umbral de la
otra vida, nos espera para enjugar la última lágrima que
penda de nuestros ojos.
Desde el punto de vista
cristiano, toda la historia humana es una larga espera.
Antes de Cristo se esperaba su venida; después de él se
espera su retorno glorioso al final de los tiempos.
Precisamente por esto el tiempo de Adviento tiene algo muy
importante que decirnos para nuestra vida. Un gran autor
español, Calderón de la Barca, escribió un célebre drama
titulado La vida es sueño. Con igual verdad se debe decir:
¡la vida es espera! Es interesante que éste sea justamente
el tema de una de las obras teatrales más famosas de nuestro
tiempo: Esperando a Godot, de Samuel Beckett...
Cuando una mujer está
embarazada se dice que «espera» un niño; los despachos de
personas importantes tienen «sala de espera». Pensándolo
bien, la vida misma es una sala de espera. Nos impacientamos
cuando estamos obligados a esperar una visita o una
experiencia. Pero ¡ay si dejáramos de esperar algo! Una
persona que ya no espera nada de la vida está muerta. La
vida es espera, pero es también cierto lo contrario: ¡la
espera es vida!
¿Qué diferencia la espera
del creyente de cualquier otra espera, por ejemplo, de la
espera de los dos personas que aguardan a Godot? Ahí se
espera a un misterioso personaje (que después, según
algunos, sería precisamente Dios, God, en inglés), pero sin
certeza alguna de que llegue de verdad. Debía acudir por la
mañana, envía a decir que irá por la tarde; en ese momento
dice que no puede ir, pero que lo hará con seguridad por la
noche, y por la noche que tal vez irá a la mañana
siguiente... Y los dos pobrecillos están condenados a
esperarle; no tienen alternativa.
No es así para el
cristiano. Éste espera a uno que ya ha venido y que camina a
su lado. Por esto, después del primer domingo de Adviento,
en el que se presenta el retorno final de Cristo, en los
domingos sucesivos escucharemos a Juan Bautista que nos
habla de su presencia en medio de nosotros: «¡En medio de
vosotros -dice- hay uno a quien no conocéis!». Jesús está
presente en medio de nosotros no sólo en la Eucaristía, en
la palabra, en los pobres, en la Iglesia... sino que, por
gracia, vive en nuestros corazones y el creyente lo
experimenta.
La del cristiano no es una
espera vacía, un dejar pasar el tiempo. En el Evangelio del
domingo Jesús dice también cómo debe ser la espera de los
discípulos, cómo deben comportarse entretanto, a fin de no
verse sorprendidos: «Guardaos de que no se hagan pesados
vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y
por las preocupaciones de la vida... Estad en vela, pues,
orando en todo tiempo...».
Pero de estos deberes
morales tendremos ocasión de hablar en otros momentos.
Termino con un recuerdo cinematográfico. Hay dos grandes
historias de iceberg llevadas a la gran pantalla. Una es la
del Titanic, que conocemos bien..., la otra la relata la
película de Kevin Kostner Rapa Nui, de hace algunos años.
Una leyenda de la isla de Pascua, situada en el Océano
Pacífico, dice que el iceberg es en realidad una nave que
cada ciertos años o siglos pasa junto a la isla para
permitir al rey o al héroe del lugar encaramarse a ella e ir
hacia el reino de la inmortalidad.
Existe un iceberg en la
ruta de cada uno de nosotros, la hermana muerte. Podemos
fingir que no lo vemos o no pensar en ello como la gente
despreocupada que, en el Titanic, estaba de fiesta esa
noche, o podemos estar preparados para subirnos y dejarnos
conducir hacia el reino de los santos. El tiempo de Adviento
debería servir también para esto...
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap