CONSTITUCIÓN
PASTORAL
GAUDIUM ET SPES
SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL
* PROEMIO
*
EXPOSICIÓN PRELIMINAR
* PRIMERA
PARTE: LA IGLESIA Y LA VOCACIÓN DEL HOMBRE
* CAPÍTULO I:
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
*
CAPÍTULO II:
LA COMUNIDAD HUMANA
* CAPÍTULO
III: LA ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO
* CAPÍTULO IV:
MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
* SEGUNDA
PARTE: ALGUNOS PROBLEMAS MÁS URGENTES
* CAPÍTULO I:
DIGNIDAD DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
* CAPÍTULO II:
EL SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL
*CAPÍTULO III:
LA VIDA ECONÓMICO-SOCIAL
* CAPÍTULO IV:
LA VIDA EN LA COMUNIDAD POLÍTICA
* CAPÍTULO V:
EL FOMENTO DE LA PAZ Y LA PROMOCIÓN DE LA COMUNIDAD DE LOS PUEBLOS
*
CONCLUSIÓN
PROEMIO
Unión íntima de la Iglesia con la
familia humana universal
1. Los gozos y las esperanzas,
las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada
hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La
comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en
Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el
reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para
comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y
realmente solidaria del genero humano y de su historia.
Destinatarios de la palabra conciliar
2. Por ello, el Concilio
Vaticano II, tras haber profundizado en el misterio de la Iglesia,
se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a
cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de
anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la
Iglesia en el mundo actual.
Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia
humana con el conjunto universal de las realidades entre las que
ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes,
fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y
conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre
del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto
el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el
propósito divino y llegue a su consumación.
Al servicio del hombre
3. En nuestros días, el género
humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio
poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la
evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre
en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y
colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad.
El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios
congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad,
respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella
acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio
y poner a disposición del género humano el poder salvador que la
Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su
Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la
sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el
hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y
conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de
las explicaciones que van a seguir.
Al
proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina
semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera
colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que
responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena
alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu,
la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de
la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser
servido.
EXPOSICIÓN
PRELIMINAR
SITUACIÓN DEL HOMBRE EN EL MUNDO DE HOY
Esperanzas y temores
4. Para cumplir esta misión es
deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la
época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que,
acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los
perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida
presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es
necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus
esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia
le caracteriza. He aquí algunos rasgos fundamentales del mundo
moderno.
El
género humano se halla en un período nuevo de su historia,
caracterizado por cambios profundos y acelerados, que
progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el
hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego
sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y
colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para
con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan es así
esto, que se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis social y
cultural, que redunda también en la vida religiosa.
Como
ocurre en toda crisis de crecimiento, esta transformación trae
consigo no leves dificultades. Así mientras el hombre amplía
extraordinariamente su poder, no siempre consigue someterlo a su
servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad
espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí
mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda
sobre la orientación que a ésta se debe dar.
Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas
posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte
de la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no
saben leer ni escribir. Nunca ha tenido el hombre un sentido tan
agudo de su libertad, y entretanto surgen nuevas formas de
esclavitud social y psicológica. Mientras el mundo siente con tanta
viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible
solidaridad, se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la
presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía
agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e
ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que
amenaza con destruirlo todo. Se aumenta la comunicación de las
ideas; sin embargo, aun las palabras definidoras de los conceptos
más fundamentales revisten sentidos harto diversos en las distintas
ideologías. Por último, se busca con insistencia un orden temporal
más perfecto, sin que avance paralelamente el mejoramiento de los
espíritus.
Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros
contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes
y a compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los nuevos
descubrimientos. La inquietud los atormenta, y se preguntan, entre
angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo. El
curso de la historia presente en un desafío al hombre que le obliga
a responder.
Cambios profundos
5. La turbación actual de los
espíritus y la transformación de las condiciones de vida están
vinculadas a una revolución global más amplia, que da creciente
importancia, en la formación del pensamiento, a las ciencias
matemáticas y naturales y a las que tratan del propio hombre; y, en
el orden práctico, a la técnica y a las ciencias de ella derivadas.
El espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y
las maneras de pensar. La técnica con sus avances está transformando
la faz de la tierra e intenta ya la conquista de los espacios
interplanetarios.
También sobre el tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana,
ya en cuanto al pasado, por el conocimiento de la historia; ya en
cuanto al futuro, por la técnica prospectiva y la planificación. Los
progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales
permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun influir
directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos
técnicos. Al mismo tiempo, la humanidad presta cada vez mayor
atención a la previsión y ordenación de la expansión demográfica.
La
propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que
apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una
misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas.
La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la
realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo
conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis.
Cambios en el orden social
6. Por todo ello, son cada día
más profundos los cambios que experimentan las comunidades locales
tradicionales, como la familia patriarcal, el clan, la tribu, la
aldea, otros diferentes grupos, y las mismas relaciones de la
convivencia social.
El
tipo de sociedad industrial se extiende paulatinamente, llevando a
algunos países a una economía de opulencia y transformando
profundamente concepciones y condiciones milenarias de la vida
social. La civilización urbana tiende a un predominio análogo por el
aumento de las ciudades y de su población y por la tendencia a la
urbanización, que se extiende a las zonas rurales.
Nuevos y mejores medios de comunicación social contribuyen al
conocimiento de los hechos y a difundir con rapidez y expansión
máximas los modos de pensar y de sentir, provocando con ello muchas
repercusiones simultáneas.
Y no
debe subestimarse el que tantos hombres, obligados a emigrar por
varios motivos, cambien su manera de vida.
De
esta manera, las relaciones humanas se multiplican sin cesar y el
mismo tiempo la propia socialización crea nuevas relaciones,
sin que ello promueva siempre, sin embargo, el adecuado proceso de
maduración de la persona y las relaciones auténticamente personales
(personalización).
Esta
evolución se manifiesta sobre todo en las naciones que se benefician
ya de los progresos económicos y técnicos; pero también actúa en los
pueblos en vías de desarrollo, que aspiran a obtener para sí las
ventajas de la industrialización y de la urbanización. Estos
últimos, sobre todo los que poseen tradiciones más antiguas, sienten
también la tendencia a un ejercicio más perfecto y personal de la
libertad.
Cambios psicológicos, morales y
religiosos
7. El cambio de mentalidad y de
estructuras somete con frecuencia a discusión las ideas recibidas.
Esto se nota particularmente entre jóvenes, cuya impaciencia e
incluso a veces angustia, les lleva a rebelarse. Conscientes de su
propia función en la vida social, desean participar rápidamente en
ella. Por lo cual no rara vez los padres y los educadores
experimentan dificultades cada día mayores en el cumplimiento de sus
tareas.
Las
instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir,
heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de
cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y aun en
las mismas normas reguladoras de éste.
Las
nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa.
Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de un
concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada
vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la fe, lo
cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino. Por
otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas se alejan
prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión
no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e
individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como
exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En
muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en
niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el
arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y
la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de
muchos.
Los desequilibrios del mundo moderno
8. Una tan rápida mutación,
realizada con frecuencia bajo el signo del desorden, y la misma
conciencia agudizada de las antinomias existentes hoy en el mundo,
engendran o aumentan contradicciones y desequilibrios.
Surgen muchas veces en el propio hombre el desequilibrio entre la
inteligencia práctica moderna y una forma de conocimiento teórico
que no llega a dominar y ordenar la suma de sus conocimientos en
síntesis satisfactoria. Brota también el desequilibrio entre el afán
por la eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral, y
no pocas veces entre las condiciones de la vida colectiva y a las
exigencias de un pensamiento personal y de la misma contemplación.
Surge, finalmente, el desequilibrio entre la especialización
profesional y la visión general de las cosas.
Aparecen discrepancias en la familia, debidas ya al peso de las
condiciones demográficas, económicas y sociales, ya a los conflictos
que surgen entre las generaciones que se van sucediendo, ya a las
nuevas relaciones sociales entre los dos sexos.
Nacen también grandes discrepancias raciales y sociales de todo
género. Discrepancias entre los países ricos, los menos ricos y los
pobres. Discrepancias, por último, entre las instituciones
internacionales, nacidas de la aspiración de los pueblos a la paz, y
las ambiciones puestas al servicio de la expansión de la propia
ideología o los egoísmos colectivos existentes en las naciones y en
otras entidades sociales.
Todo
ello alimenta la mutua desconfianza y la hostilidad, los conflictos
y las desgracias, de los que el hombre es, a la vez, causa y
víctima.
Aspiraciones más universales de la
humanidad
9. Entre tanto, se afianza la
convicción de que el género humano puede y debe no sólo perfeccionar
su dominio sobre las cosas creadas, sino que le corresponde además
establecer un orden político, económico y social que esté más al
servicio del hombre y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y
cultivar su propia dignidad.
De
aquí las instantes reivindicaciones económicas de muchísimos, que
tienen viva conciencia de que la carencia de bienes que sufren se
debe a la injusticia o a una no equitativa distribución. Las
naciones en vía de desarrollo, como son las independizadas
recientemente, desean participar en los bienes de la civilización
moderna, no sólo en el plano político, sino también en el orden
económico, y desempeñar libremente su función en el mundo. Sin
embargo, está aumentando a diario la distancia que las separa de las
naciones más ricas y la dependencia incluso económica que respecto
de éstas padecen. Los pueblos hambrientos interpelan a los pueblos
opulentos.
La
mujer, allí donde todavía no lo ha logrado, reclama la igualdad de
derecho y de hecho con el hombre. Los trabajadores y los
agricultores no sólo quieren ganarse lo necesario para la vida, sino
que quieren también desarrollar por medio del trabajo sus dotes
personales y participar activamente en la ordenación de la vida
económica, social, política y cultural. Por primera vez en la
historia, todos los pueblos están convencidos de que los beneficios
de la cultura pueden y deben extenderse realmente a todas las
naciones.
Pero
bajo todas estas reivindicaciones se oculta una aspiración más
profunda y más universal: las personas y los grupos sociales están
sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre,
poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el
mundo actual. Las naciones, por otra parte, se esfuerzan cada vez
más por formar una comunidad universal.
De
esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil,
capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para
optar entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el
retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien
que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha
desencadenado, y que pueden aplastarle o servirle. Por ello se
interroga a sí mismo.
Los interrogantes más profundos del
hombre
10. En realidad de verdad, los
desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese
otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón
humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio
interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta
múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus
deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas
solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como
enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de
hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la
división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad.
Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo
práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este
dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo
para ponerse a considerarlo. Otros esperan del solo esfuerzo humano
la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el
convencimiento de que el futuro del hombre sobre la tierra saciará
plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes,
desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la
insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda
significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente
subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada
día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva
penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre?
¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar
de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las
victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la
sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida
temporal?.
Cree
la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre
su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda
responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a
la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse.
Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia
humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que
bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que
tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para
siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible,
primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para
esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de
soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra
época.
PRIMERA PARTE
LA IGLESIA Y LA VOCACIÓN DEL HOMBRE
Hay que responder a las mociones del Espíritu
11. El Pueblo de Dios, movido
por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el
Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los
acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa
juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la
presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva
luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre.
Por ello orienta la menta hacia soluciones plenamente humanas.
El
Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que
hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su
fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que
Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria; pero, a
causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia
desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan
purificación.
¿Qué
piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios fundamentales deben
recomendarse para levantar el edificio de la sociedad actual? ¿Qué
sentido último tiene la acción humana en el universo? He aquí las
preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad que el
Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se
prestan mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la
Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana.
CAPÍTULO I
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
El hombre, imagen de Dios
12. Creyentes y no creyentes están
generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra
deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.
Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se
ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias.
Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la
desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia. La
Iglesia siente profundamente estas dificultades, y, aleccionada por
la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la
verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y
permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la
vocación propias del hombre.
La
Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios",
con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha
sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla
y usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te
acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él?
Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y
esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto
por ti debajo de sus pies (Ps 8, 5-7).
Pero
Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo
hombre y mujer (Gen l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es
la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre
es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede
vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.
Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho,
y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31).
El pecado
13. Creado por Dios en la justicia,
el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio
exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra
Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios.
Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios.
Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la
criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice
coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su
corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por
muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al
negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe
el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su
ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las
relaciones con los demás y con el resto de la creación.
Es
esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida
humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por
cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con
eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse
como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para
liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y
expulsando al príncipe de este mundo (cf. Io 12,31), que le
retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre,
impidiéndole lograr su propia plenitud.
A la
luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda
que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última
explicación.
Constitución del hombre
14. En la unidad de cuerpo y
alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis
del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más
alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe,
por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario,
debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de
Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el pecado,
experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad
humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita
que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.
No
se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo
material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o
como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es,
en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad
retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda,
escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la
mirada de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, en
sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el
hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las
condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el
contrario, la verdad más profunda de la realidad.
Dignidad de la inteligencia, verdad y
sabiduría
15. Tiene razón el hombre,
participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que
por virtud de su inteligencia es superior al universo material. Con
el ejercicio infatigable de su ingenio a lo largo de los siglos, la
humanidad ha realizado grandes avances en las ciencias positivas, en
el campo de la técnica y en la esfera de las artes liberales. Pero
en nuestra época ha obtenido éxitos extraordinarios en la
investigación y en el dominio del mundo material. Siempre, sin
embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La
inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad
para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque
a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.
Finalmente, la naturaleza intelectual de la persona humana se
perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual
atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la
verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de
lo visible hacia lo invisible.
Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta
sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la
humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no forman
hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este
respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en
esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria
aportación.
Con
el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y
saborear el misterio del plan divino.
Dignidad de la conciencia moral
16. En lo más profundo de su
conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se
dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena,
cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que
debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto,
evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su
corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la
cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más
secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas
con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es
la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo
cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad
a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para
buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas
morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor
es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad
tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego
capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No
rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia
invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que
no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la
verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente
entenebreciendo por el hábito del pecado.
Grandeza de la libertad
17. La orientación del hombre
hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee
un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con
toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma
depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa,
con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo
eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al
hombre en manos de su propia decisión para que así busque
espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste,
alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana
requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre
elección, es decir, movido e inducido por convicción interna
personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la
mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando,
liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su
fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados
para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana,
herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación
a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada
cual tendrá que dar cuanta de su vida ante el tribunal de Dios según
la conducta buena o mala que haya observado.
El misterio de la muerte
18. El máximo enigma de la vida
humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la
disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el
temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero
cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del
adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por se
irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos
los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no
pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad
que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del
más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia,
aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido
creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las
fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la
muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado,
será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador
restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha
llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de
su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha
sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el
hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo
hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos,
responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el
destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de
una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por
la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida
verdadera.
Formas y raíces del ateísmo
19. La razón más alta de la
dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con
Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo
con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo
creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir
que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese
amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin embargo,
los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital
unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno
de los fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe ser examinado
con toda atención.
La
palabra "ateísmo" designa realidades muy diversas. Unos niegan a
Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de
Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis
metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de
la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta
base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin
excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre,
que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo
que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay
quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver
con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión
de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud
religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho
religiosos. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta
contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación
indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son
considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma
civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de
apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del
hombre a Dios.
Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y
soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su
conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también
los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el
ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno
originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las
que se debe contar también la reacción crítica contra las
religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo
contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis del
ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en
cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la
exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de
su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado
el genuino rostro de Dios y de la religión.
El ateísmo sistemático
20. Con frecuencia, el ateísmo
moderno reviste también la forma sistemática, la cual, dejando ahora
otras causas, lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda
dependencia del hombre respecto de Dios. Los que profesan este
ateísmo afirman que la esencia de la libertad consiste en que el
hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su
propia historia. Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el
reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal
afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido de poder
que el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta
doctrina.
Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la
liberación del hombre principalmente en su liberación económica y
social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia
naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al
orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria,
apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal.
Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el
dominio político del Estado, atacan violentamente a la religión,
difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa, con el uso
de todos los medios de presión que tiene a su alcance el poder
público.
Actitud de la Iglesia ante el ateísmo
21. La Iglesia, fiel a Dios y
fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero con
firmeza, como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y
conductas, que son contrarias a la razón y a la experiencia humana
universal y privan al hombre de su innata grandeza.
Quiere, sin embargo, conocer las causas de la negación de Dios que
se esconden en la mente del hombre ateo. Consciente de la gravedad
de los problemas planteados por el ateísmo y movida por el amor que
siente a todos los hombres, la Iglesia juzga que los motivos del
ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen.
La
Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo
alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo
Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye
al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el
hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la
participación de su felicidad. Enseña además la Iglesia que la
esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas
temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo
para su ejercicio. Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento
divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre
lesiones gravísimas -es lo que hoy con frecuencia sucede-, y los
enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan
sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación.
Todo
hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con
cierta obscuridad. Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los
acontecimientos más importantes de la vida, puede huir del todo el
interrogante referido. A este problema sólo Dios da respuesta plena
y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a pensamientos más
altos y a una búsqueda más humilde de la verdad.
El
remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la
doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros.
A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a
su Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias
bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el
testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con
lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires
dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar
su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los
creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo
respecto del necesitado. Mucho contribuye, finalmente, a esta
afirmación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles,
que con espíritu unánime colaboran en la fe del Evangelio y se alzan
como signo de unidad.
La
Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce
sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben
colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común.
Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo. Lamenta,
pues, la Iglesia la discriminación entre creyentes y no creyentes
que algunas autoridades políticas, negando los derechos
fundamentales de la persona humana, establecen injustamente. Pide
para los creyentes libertad activa para que puedan levantar en este
mundo también un templo a Dios. E invita cortésmente a los ateos a
que consideren sin prejuicios el Evangelio de Cristo.
La
Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los
deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la
dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a
quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su mensaje, lejos
de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el
progreso humano. Lo único que puede llenar el corazón del hombre es
aquello que "nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti".
Cristo, el Hombre nuevo
22. En realidad, el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque
Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir,
Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación
del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada
extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas
encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El
que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también
el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la
naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en
nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se
ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de
hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se
hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a
nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció
la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos
liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que
cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios
me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20).
Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y,
además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se
santifican y adquieren nuevo sentido.
El
hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el
Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del
Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir
la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda
de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo
el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom
8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre
los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud
de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al
cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas
tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte.
Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de
Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.
Esto
vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los
hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo
invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre
en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia,
debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de
que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio
pascual.
Este
es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece
a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor
y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta
obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos
dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu:
Abba!,¡Padre!
CAPÍTULO II
LA COMUNIDAD HUMANA
Propósito del Concilio
23. Entre los principales
aspectos del mundo actual hay que señalar la multiplicación de las
relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este
desarrollo el moderno progreso técnico. Sin embargo, la perfección
del coloquio fraterno no está en ese progreso, sino más hondamente
en la comunidad que entre las personas se establece, la cual exige
el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual. La Revelación
cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión
interpersonal y al mismo tiempo nos lleva a una más profunda
comprensión de las leyes que regulan la vida social, y que el
Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.
Como
el Magisterio de la Iglesia en recientes documentos ha expuesto
ampliamente la doctrina cristiana sobre la sociedad humana, el
Concilio se limita a recordar tan sólo algunas verdades
fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la Revelación. A
continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y
que tienen extraordinaria importancia en nuestros días.
Índole comunitaria de la vocación humana
según el plan de Dios
24. Dios, que cuida de todos con
paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola
familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han
sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el
linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra (Act
17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios
mismo.
Por
lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor
mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no
puede separarse del amor del prójimo: ... cualquier otro precepto
en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a ti mismo ...
El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf.
1 Io 4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a
causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los
hombres y la unificación asimismo creciente del mundo.
Más
aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como
nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo
perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los
hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra
que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por
sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás.
Interdependencia entre la persona humana
y la sociedad
25. La índole social del hombre
demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de
la propia sociedad están mutuamente condicionados. porque el
principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es
y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza,
tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es,
pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del
trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo
con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus
cualidades y le capacita para responder a su vocación.
De
los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre,
unos, como la familia y la comunidad política, responden más
inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden más bien de
su libre voluntad. En nuestra época, por varias causas, se
multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias;
de aquí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho
público como de derecho privado. Este fenómeno, que recibe el nombre
de socialización, aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin
embargo, muchas ventajas para consolidar y desarrollar las
cualidades de la persona humana y para garantizar sus derechos.
Mas
si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación,
incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se
puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que
vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le
apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las
perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social
proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras
económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la
soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente
social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las
consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su
nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales
sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.
La promoción del bien común
26. La interdependencia, cada
vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien
común -esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que
hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el
logro más pleno y más fácil de la propia perfección- se universalice
cada vez más, e implique por ello derechos y obligaciones que miran
a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuenta las
necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más
aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia
humana.
Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la
persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos
y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se
facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida
verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la
vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya fundar una
familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a
una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de
su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa
libertad también en materia religiosa.
El
orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento
subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe
someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo
advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre,
y no el hombre para el sábado. El orden social hay que desarrollarlo
a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia,
vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un
equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos estos objetivos
hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas
reformas de la sociedad.
El
Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los
tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución.
Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en
el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad.
El respeto a la persona humana
27. Descendiendo a consecuencias
prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al
hombre, de forma de cada uno, sin excepción de nadie, debe
considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su
vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que
imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre
Lázaro.
En
nuestra época principalmente urge la obligación de acercarnos a
todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate
de ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador extranjero
despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo
ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o
de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la
palabra del Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis
hermanos menores, a mi me lo hicisteis. (Mt 25,40).
No
sólo esto. Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier
clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio
deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona humana, como,
por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los
conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la
dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones
laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero
instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la
responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras
parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización
humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son
totalmente contrarias al honor debido al Creador.
Respeto y amor a los adversarios
28. Quienes sienten u obran de
modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso
religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor.
Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su
manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos
el diálogo.
Esta
caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en
indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad
exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable. Pero es
necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado,
y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona
incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en
materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón
humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los
demás.
La
doctrina de Cristo pide también que perdonemos las injurias. El
precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el
mandamiento de la Nueva Ley: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu
prójimo y aborrecerás a tu enemigo". Pero yo os digo : "Amad a
vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por lo
que os persiguen y calumnian"» (Mt 5,43-44).
La igualdad esencial entre los hombres y
la justicia social
29. La igualdad fundamental
entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor.
Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de
Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque,
redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico
destino.
Es
evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la
capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin
embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales
de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza,
color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y
eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable
que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía
protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede
cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y
de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener
acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden
al hombre.
Más
aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin
embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una
situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el
hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se
dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana.
Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de
la persona humana y a la paz social e internacional.
Las
instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse
al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía
contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo
cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre.
Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a
las realidades espirituales, que son las más profundas de todas,
aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al
final deseado.
Hay que superar la ética individualista
30. La profunda y rápida
transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie
que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se
conforme con una ética meramente individualista. El deber de
justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al
bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena,
promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como
privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del
hombre. Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en
realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las
necesidades sociales. No sólo esto; en varios países son muchos los
que menosprecian las leyes y las normas sociales. No pocos, con
diversos subterfugios y fraudes, no tienen reparo en soslayar los
impuestos justos u otros deberes para con la sociedad. Algunos
subestiman ciertas normas de la vida social; por ejemplo, las
referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin
preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la
vida del prójimo.
La
aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser
consideradas por todos como uno de los principales deberes del
hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto
más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos
particulares y se extiende poco a poco al universo entero. Ello es
imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí
mismo y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de
forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en
creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la
divina gracia.
Responsabilidad y participación
31. Para que cada uno pueda
cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto
respecto a sí mismo como de los varios grupos sociales de los que es
miembro, hay que procurar con suma diligencia una más amplia cultura
espiritual, valiéndose para ello de los extraordinarios medios de
que el género humano dispone hoy día. Particularmente la educación
de los jóvenes, sea el que sea el origen social de éstos, debe
orientarse de tal modo, que forme hombres y mujeres que no sólo sean
personas cultas, sino también de generoso corazón, de acuerdo con
las exigencias perentorias de nuestra época.
Pero
no puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se
facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener
conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación,
entregándose a Dios ya los demás. La libertad humana con frecuencia
se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma
manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida
demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el
contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las
inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las
multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al
servicio de la comunidad en que vive.
Es
necesario por ello estimular en todos la voluntad de participar en
los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas
naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con
verdadera libertad en la vida pública. Debe tenerse en cuenta, sin
embargo, la situación real de cada país y el necesario vigor de la
autoridad pública. Para que todos los ciudadanos se sientan
impulsados a participar en la vida de los diferentes grupos de
integran el cuerpo social, es necesario que encuentren en dichos
grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al
servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón que el
porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las
generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.
El Verbo encarnado y la solidaridad
humana
32. Dios creó al hombre no para
vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma manera,
Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente,
sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo
que le confesara en verdad y le sirviera santamente". Desde el
comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los
hombres no solamente en cuanto individuos, sino también a cuanto
miembros de una determinada comunidad. A los que eligió Dios
manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex
3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.
Esta
índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de
Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida
social humana. Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo,
comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la
excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de
la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la
vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de
su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la
familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un
trabajador de su tiempo y de su tierra.
En
su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran
como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen
uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como
Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la
vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles
predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad
se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el
amor.
Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de su
Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y
caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en
su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de
los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que
se les hayan conferido.
Esta
solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su
consumación y en que los hombres, salvador por la gracia, como
familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria
perfecta.
CAPÍTULO III:
LA ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO
Planteamiento del problema
33. Siempre se ha esforzado el
hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida; pero
en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado
dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la
naturaleza, y, con ayuda sobre todo el aumento experimentado por los
diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana
se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo. De lo
que resulta que gran número de bienes que antes el hombre esperaba
alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene por
sí mismo.
Ante
este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano,
surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor
tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay que hacer de todas
estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y
colectividades? La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de
Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral,
sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión,
desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el
camino recientemente emprendido por la humanidad.
Valor de la actividad humana
34. Una cosa hay cierta para los
creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto
ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los
siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí
mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de
Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y
santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y
de orientar a Dios la propia persona y el universo entero,
reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el
sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de
Dios en el mundo.
Esta
enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque
los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y
su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en
servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo
desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y
contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios
en la historia.
Los
cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el
hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional
pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario,
persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza
de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se
acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad
individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano
no aparta a los hombres de la edificación del mundo si los lleva a
despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone
como deber el hacerlo.
Ordenación de la actividad humana
35. La actividad humana, así
como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste
con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que
se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se
supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más
importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El
hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto
llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor
fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales,
vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden
ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana,
pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.
Por
tanto, está es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo con
los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del
género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de
la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación.
La justa autonomía de la realidad
terrena
36. Muchos de nuestros
contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha
vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la
autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.
Si
por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y
la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha
de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente
legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen
imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde
a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la
creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y
bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe
respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada
ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los
campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente
científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad
contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe
tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia
y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad,
está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien,
sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este
respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien
el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado
algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas
de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición
entre la ciencia y la fe.
Pero
si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad
creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin
referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte
la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador
desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su
religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en
el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia
criatura queda oscurecida.
Deformación de la actividad humana por
el pecado
37. La Sagrada Escritura, con la
que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la
familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre
también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y
las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y
mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando
lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica
fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está
amenazando con destruir al propio género humano.
A
través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el
poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo,
durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta
pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y
sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de
Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.
Por
ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a
la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera
felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol
cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rom
12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia
que transforma en instrumento de pecado la actividad humana,
ordenada al servicio de Dios y de los hombres.
A la
hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la
norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la
resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas
las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el
egoísmo, corren diario peligro.
El hombre, redimido por Cristo y hecho,
en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas
creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como
objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al
Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con
libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como
quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros
sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23).
Perfección de la actividad humana en el
misterio pascual
38. El Verbo de Dios, por quien
fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en
la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo,
asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela
que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña que
la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo
del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la
certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y
esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas
inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que
buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante
todo, en la vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos
nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que
la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz
y la justicia. Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que
le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya
por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo
despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando
y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos
con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia
vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu
Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con
el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia
humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal
de los hombres, y así preparen la materia del reino de los cielos.
Pero a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el
empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se
proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad
se convertirán en oblación acepta a Dios.
El
Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el
camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la
naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y
sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la
degustación del banquete celestial.
Tierra nueva y cielo nuevo
39. Ignoramos el tiempo en que
se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco
conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de
este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos
prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la
justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos
los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces,
vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que
fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se
revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus
obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las
criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.
Se
nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si
se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no
debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de
perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia
humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del
siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente
progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el
primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad
humana, interesa en gran medida al reino de Dios.
Pues
los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad;
en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de
nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el
Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a
encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados,
cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino
de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia,
de amor y de paz". El reino está ya misteriosamente presente en
nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.
CAPÍTULO IV
MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Relación mutua entre la Iglesia y el
mundo
40. Todo lo que llevamos dicho
sobre la dignidad de la persona, sobre la comunidad humana, sobre el
sentido profundo de la actividad del hombre, constituye el
fundamento de la relación entre la Iglesia y el mundo, y también la
base para el mutuo diálogo. Por tanto, en este capítulo, presupuesto
todo lo que ya ha dicho el Concilio sobre el misterio de la Iglesia,
va a ser objeto de consideración la misma Iglesia en cuanto que
existe en este mundo y vive y actúa con él.
Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo
Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una
finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el mundo futuro
podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra,
formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que
tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano
la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar
hasta la venida del Señor. Unida ciertamente por razones de los
bienes eternos y enriquecida por ellos, esta familia ha sido
"constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo" y
está dotada de "los medios adecuados propios de una unión visible y
social". De esta forma, la Iglesia, "entidad social visible y
comunidad espiritual", avanza juntamente con toda la humanidad,
experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar
como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en
Cristo y transformarse en familia de Dios.
Esta
compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede
percibirse por la fe; más aún, es un misterio permanente de la
historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena
revelación de la claridad de los hijos de Dios. Al buscar su propio
fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al
hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto
modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la
dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y
dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una
significación mucho más profundos. Cree la Iglesia que de esta
manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad,
puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre a
su historia.
La
Iglesia católica de buen grado estima mucho todo lo que en este
orden han hecho y hacen las demás Iglesias cristianas o comunidades
eclesiásticas con su obra de colaboración. Tiene asimismo la firme
persuasión de que el mundo, a través de las personas individuales y
de toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades, puede
ayudarla mucho y de múltiples maneras en la preparación del
Evangelio. Expónense a continuación algunos principios generales
para promover acertadamente este mutuo intercambio y esta mutua
ayuda en todo aquello que en cierta manera es común a la Iglesia y
al mundo.
Ayuda que la Iglesia procura prestar a
cada hombre
41. El hombre contemporáneo
camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el
descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos. Como a la
Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es
el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el
sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda
acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que
ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón
humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos
terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el
Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el
problema religioso, como los prueban no sólo la experiencia de los
siglos pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época.
Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido
de su vida, de su acción y de su muerte. La presencia misma de la
Iglesia le recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo Dios,
quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que
puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la
Revelación en su Hijo, que se hizo hombre. El que sigue a Cristo,
Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad
de hombre.
Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del
incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen
excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No
hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la
libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de
Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la
libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que
derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente la
dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar
que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de
la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos.
Esto corresponde a la ley fundamental de la economía cristiana.
Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e igualmente,
también Señor de la historia humana y de la historia de la
salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa
autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino
que más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella
consolidada.
La
Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado,
proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el
dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes
tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento
quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a
cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la
tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son
salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma
divina. Por ese camino, la dignidad humano no se salva; por el
contrario, perece.
Ayuda que la Iglesia procura dar a la
sociedad humana
42. La unión de la familia
humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en
Cristo, de la familia constituida por los hijos de Dios.
La
misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden
político, económico o social. El fin que le asignó es de orden
religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan
funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y
consolidar la comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde
sea necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la
misión de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al
servicio de todos, particularmente de los necesitados, como son, por
ejemplo, las obras de misericordia u otras semejantes.
La
Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual
dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el
proceso de una sana socialización civil y económica. La promoción de
la unidad concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella
es "en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano". Enseña así
al mundo que la genuina unión social exterior procede de la unión de
los espíritus y de los corazones, esto es, de la fe y de la caridad,
que constituyen el fundamento indisoluble de su unidad en el
Espíritu Santo. Las energías que la Iglesia puede comunicar a la
actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad aplicadas
a la vida práctica. No radican en el mero dominio exterior ejercido
con medios puramente humanos.
Como, por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está
ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a
sistema alguno político, económico y social, la Iglesia, por esta su
universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las
diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan
confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad
para cumplir tal misión. Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos,
y también a todos los hombres, a que con este familiar espíritu de
hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y razas
y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas.
El
Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno
y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas
ya o que incesantemente se fundan en la humanidad. Declara, además,
que la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo
que de ella dependa y puede conciliarse con su misión propia. Nada
desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos,
bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos
fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del
bien común.
Ayuda que la Iglesia, a través de sus
hijos, procura prestar al dinamismo humano
43. El Concilio exhorta a los
cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna,
a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por
el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando
que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura,
consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse
cuanta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto
cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno.
Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario,
piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida
religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de
culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El
divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado
como uno de los más graves errores de nuestra época. Ya en el
Antiguo Testamento los profetas reprendían con vehemencia semejante
escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo
personalmente conminaba graves penas contra él. No se creen, por
consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones
profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por
otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a
sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones
para con Dios y pone en peligro su eterna salvación. Siguiendo el
ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los
cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales
haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar,
profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo
cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios.
Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las
tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o
colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben
cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben
esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos.
Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines. Conscientes
de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan
sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a
buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr
que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los
sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso
espiritual,. Pero no piensen que sus pastores están siempre en
condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en
todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión.
Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz de la
sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del
Magisterio.
Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida
les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución.
Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho,
que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del
mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones
divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos
tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico.
Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido
reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la
Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo
sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el
bien común.
Los
laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia,
no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que
además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo
momento en medio de la sociedad humana.
Los
Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de
Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de
Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles
quede como inundada por la luz del Evangelio. Recuerden todos los
pastores, además, que son ellos los que con su trato y su trabajo
pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el
que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia del
mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los
religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia, aun por su
sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable
de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy.
Capacítense con insistente afán para participar en el diálogo que
hay que entablar con el mundo y con los hombres de cualquier
opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del
Concilio: "Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad
civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes,
uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del
Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el
género humano venga a la unidad de la familia de Dios".
Aunque la Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido
como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de
salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a
lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros,
clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la
Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el
mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a
quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de
la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener
conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no
dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la
Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de
siglos, en la relación que debe mantener con el mundo. Dirigida por
el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de "exhortar a
sus hijos a la purificación y a la renovación para que brille con
mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia".
Ayuda que la Iglesia recibe del mundo
moderno
44. Interesa al mundo reconocer
a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia. De
igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha
recibido de la evolución histórica del género humano.
La
experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros
escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la
naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan
también a la Iglesia. Esta, desde el comienzo de su historia,
aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la
lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber
filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del
saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era
posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada
debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en
todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de
modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un
vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas. Para
aumentar este trato sobre todo en tiempos como los nuestros, en que
las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los modos de
pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes
por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las
diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la
razón íntima de todas ellas. Es propio de todo el Pueblo de Dios,
pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar,
discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las
múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la
palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor
percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada.
La
Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de su
unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se enriquece
también, con la evolución de la vida social, no porque le falte en
la constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para conocer
con mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla de
forma más perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros
tiempos. La Iglesia reconoce agradecida que tanto en el conjunto de
su comunidad como en cada uno de sus hijos recibe ayuda variada de
parte de los hombres de toda clase o condición. Porque todo el que
promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la
cultura, de la vida económico-social, de la vida política, así
nacional como internacional, proporciona no pequeña ayuda, según el
plan divino, también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende
asimismo de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa
que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de
provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios.
Cristo, alfa y omega
45. La Iglesia, al prestar ayuda
al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una
cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la
humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia
humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho
de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación", que
manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al
hombre.
El
Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre
perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor
es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual
tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la
humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus
aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó
a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos.
Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos
hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide
plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en Cristo todo lo que
hay en el cielo y en la tierra" (Eph 1,10).
He aquí que dice el Señor: "Vengo presto, y conmigo mi recompensa,
para dar a cada uno según sus obra. Yo soy el alfa y la omega, el
primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13).
SEGUNDA PARTE
ALGUNOS PROBLEMAS MÁS URGENTES
Introducción
46. Después de haber expuesto la
gran dignidad de la persona humana y la misión, tanto individual
como social, a la que ha sido llamada en el mundo entero, el
Concilio, a la luz del Evangelio y de la experiencia humana, llama
ahora la atención de todos sobre algunos problemas actuales más
urgentes que afectan profundamente al género humano.
Entre las numerosas cuestiones que preocupan a todos, haya que
mencionar principalmente las que siguen: el matrimonio y la familia,
la cultura humana, la vida económico-social y política, la
solidaridad de la familia de los pueblos y la paz. Sobre cada una de
ellas debe resplandecer la luz de los principios que brota de
Cristo, para guiar a los cristianos e iluminar a todos los hombres
en la búsqueda de solución a tantos y tan complejos problemas.
CAPÍTULO I
DIGNIDAD DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
El matrimonio y la familia en el mundo
actual
47. El bienestar de la persona y
de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la
prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los
cristianos, junto con todos lo que tienen en gran estima a esta
comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten
hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y
en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el
cumplimiento de su excelsa misión; de ellos esperan, además, los
mejores resultados y se afanan por promoverlos.
Sin
embargo, la dignidad de esta institución no brilla en todas partes
con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia,
la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras
deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente
profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la
generación. Por otra parte, la actual situación económico,
social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para
la familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se
observan con preocupación los problemas nacidos del incremento
demográfico. Todo lo cual suscita angustia en las conciencias. Y,
sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la
institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones
de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a que han
dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos,
la verdadera naturaleza de tal institución.
Por
tanto el Concilio, con la exposición más clara de algunos puntos
capitales de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y
fortalecer a los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan
por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado
matrimonial y su valor eximio.
El carácter sagrado del matrimonio y de
la familia
48. Fundada por el Creador y en
posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida
y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir,
sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano
por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun
ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este
vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la
prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es
el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes
y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la
continuación del género humano, para el provecho personal de cada
miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad,
estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la
sociedad humana. Por su índole natural, la institución del
matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la
procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como
con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por
el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt
19,6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y
se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la
logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua
entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen
plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme,
nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a
semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios
antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de
amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo
de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio
del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que
los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad,
como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino
amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por
la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia
para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y
fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad.
Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes
de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento
especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar,
imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe,
esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a
su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la
glorificación de Dios.
Gracias precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y
la oración en familia, los hijos y aun los demás que viven en el
círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido
humano, de la salvación y de la santidad. En cuanto a los esposos,
ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre,
realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente
religiosa, que a ellos, sobre todo, compete.
Los
hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera,
a la santificación de los padres. Pues con el agradecimiento, la
piedad filial y la confianza corresponderán a los beneficios
recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las
dificultades de la existencia y en la soledad, aceptada con
fortaleza de ánimo, será honrada por todos. La familia hará
partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas
espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en
el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor
entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del
Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por
el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los
esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros.
Del amor conyugal
49. Muchas veces a los novios y
a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y
fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un
amor único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el amor
auténtico entre marido y mujer, manifestado de varias maneras según
las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este amor, por
ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el
afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por
tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las
expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como
elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se
ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don
especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez
lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de
sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e
impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad
crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la inclinación
puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece
rápida y lamentablemente.
Esta
amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del
matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen
íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de
manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don
recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa
gratitud. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre
todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en
cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto,
queda excluido de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento
obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer
en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente la unidad del
matrimonio confirmada por el Señor. Para hacer frente con constancia
a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una
insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para
la vida de santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la
magnanimidad de corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos
asiduamente en la oración.
Se
apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una
opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos
sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo
amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan
en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor
del matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a
tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio
del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma
familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a
la edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio.
Fecundidad del matrimonio
50. El matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y
educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente
del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios
padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté
solo" (Gen 2,18), y que "desde el principio ... hizo al
hombre varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle una
participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón
y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gen 1,28). De
aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura
de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás
fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para
cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del
Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a
su propia familia.
En
el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que
considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son
cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por
eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y
con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común
acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo
tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya
nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los
tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y,
finalmente, teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de
la sociedad temporal y de la propia Iglesia. Este juicio, en último
término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su
modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no
pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la
conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles
al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley
a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno sentido
del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente
humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la
divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican
al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa,
humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora.
Entre los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les
ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de común
acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más
numerosa para educarla dignamente.
Pero
el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación,
sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las
personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo
de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando
ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas
veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión
total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad.
El amor conyugal debe compaginarse con
el respeto a la vida humana
51. El Concilio sabe que los
esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia
se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la
vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de
hijos, al manos por ciento tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo
del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades
para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede
no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el
bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la
fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.
Hay
quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más
aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin
embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera entre
las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del
fomento del genuino amor conyugal.
Pues
Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión
de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno
del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser
salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son
crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad
generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en
los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios
de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana,
deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de
conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida,
la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera
intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse
con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de
sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua
entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor
verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de
la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia,
fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al
explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad.
Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de
transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y
entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno
de los hombres.
El progreso del matrimonio y de la
familia, obra de todos
52. La familia es escuela del
más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y
misión se requieren un clima de benévola comunicación y unión de
propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los
padres en la educación de los hijos. La activa presencia del padre
contribuye sobremanera a la formación de los hijos; pero también
debe asegurarse el cuidado de la madre en el hogar, que necesitan
principalmente los niños menores, sin dejar por eso a un lado la
legítima promoción social de la mujer. La educación de los hijos ha
de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido
de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger
estado de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una
familia propia en condiciones morales, sociales y económicas
adecuadas. Es propio de los padres o de los tutores guiar a los
jóvenes con prudentes consejos, que ellos deben oír con gusto, al
tratar de fundar una familia, evitando, sin embargo, toda coacción
directa o indirecta que les lleve a casarse o a elegir determinada
persona.
Así,
la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan
mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos
de las personas con las demás exigencias de la vida social,
constituye el fundamente de la sociedad. Por ello todos los que
influyen en las comunidades y grupos sociales deben contribuir
eficazmente al progreso del matrimonio y de la familia. El poder
civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la
verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y
ayudarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad
doméstica. Hay que salvaguardar el derecho de los padres a procrear
y a educar en el seno de la familia a sus hijos. Se debe proteger
con legislación adecuada y diversas instituciones y ayudar de forma
suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del bien de una
familia propia.
Los
cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno
de lo pasajero, promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y
de la familia así con el testimonio de la propia vida como con la
acción concorde con los hombres de buena voluntad, y de esta forma,
suprimidas las dificultades, satisfarán las necesidades de la
familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos. Para obtener
este fin ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta
conciencia moral de los hombres y la sabiduría y competencia de las
personas versadas en las ciencias sagradas.
Los
científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los
sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del
matrimonio y de la familia y a la paz de las conciencias si se
esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios convergentes, las
diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de la
procreación humana.
Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la
familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y
familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la
palabra de Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales;
fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y
confortarlos en la caridad para que formen familias realmente
espléndidas.
Las
diversas obras, especialmente las asociaciones familiares, pondrán
todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los cónyuges
mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la
acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.
Los
propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y
constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el
mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que,
habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y
sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos
de aquel misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección
reveló al mundo.
CAPÍTULO II
EL SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL
Introducción
53. Es propio de la persona
humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no
es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los
valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana,
naturaleza y cultura se hallen unidas estrechísimamente.
Con
la palabra cultura se indica, en sentido general, todo
aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables
cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe
terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida
social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante
el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través
del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes
experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho
a muchos, e incluso a todo el género humano.
De
aquí se sigue que la cultura humana presenta necesariamente un
aspecto histórico y social y que la palabra cultura asume con
frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se
habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y
escala de valor diferentes encuentran su origen en la distinta
manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de
practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e
instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de
cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el
patrimonio propio de cada comunidad humana. Así también es como se
constituye un medio histórico determinado, en el cual se inserta el
hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para
promover la civilización humana.
Sección I.- La situación de la cultura en
el mundo actual
Nuevos estilos de vida
54. Las circunstancia de vida
del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado
profundamente, tanto que se puede hablar con razón de una nueva
época de la historia humana. Por ello, nuevos caminos se han abierto
para perfeccionar la cultura y darle una mayor expansión. Caminos
que han sido preparados por el ingente progreso de las ciencias
naturales y de las humanas, incluidas las sociales; por el
desarrollo de la técnica, y también por los avances en el uso y
recta organización de los medios que ponen al hombre en comunicación
con los demás. De aquí provienen ciertas notas características de la
cultura actual: Las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio
crítico; los más recientes estudios de la psicología explican con
mayor profundidad la actividad humana; las ciencias históricas
contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo el aspecto de su
mutabilidad y evolución; los hábitos de vid ay las costumbres
tienden a uniformarse más y más; la industrialización, la
urbanización y los demás agentes que promueven la vida comunitaria
crean nuevas formas de cultura (cultura de masas), de las que nacen
nuevos modos de sentir, actuar y descansar; al mismo tiempo, el
creciente intercambio entre las diversas naciones y grupos sociales
descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud los tesoros de
las diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va gestando
una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y expresa
la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las
particularidades de las diversas culturas.
El hombre, autor de la cultura
55. Cada día es mayor el número
de los hombres y mujeres, de todo grupo o nación, que tienen
conciencia de que son ellos los autores y promotores de la cultura
de su comunidad. En todo el mundo crece más y más el sentido de la
autonomía y al mismo tiempo de la responsabilidad, lo cual tiene
enorme importancia para la madurez espiritual y moral del género
humano. Esto se ve más claro si fijamos la mirada en la unificación
del mundo y en la tarea que se nos impone de edificar un mundo mejor
en la verdad y en la justicia. De esta manera somos testigos de que
está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido
principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la
historia.
Dificultades y tareas actuales en este
campo
56. En esta situación no hay que
extrañarse de que el hombre, que siente su responsabilidad en orden
al progreso de la cultura, alimente una más profunda esperanza, pero
al mismo tiempo note con ansiedad las múltiples antinomias
existentes, que él mismo debe resolver:
¿Qué
debe hacerse para que la intensificación de las relaciones entre las
culturas, que debería llevar a un verdadero y fructuoso diálogo
entre los diferentes grupos y naciones, no perturbe la vida de las
comunidades, no eche por tierra la sabiduría de los antepasados ni
ponga en peligro el genio propio de los pueblos?
¿De
qué forma hay que favorecer el dinamismo y la expansión de la nueva
cultura sin que perezca la fidelidad viva a la herencia de las
tradiciones? Esto es especialmente urgente allí donde la cultura,
nacida del enorme progreso de la ciencia y de la técnica se ha de
compaginar con el cultivo del espíritu, que se alimenta, según
diversas tradiciones, de los estudios clásicos.
¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de las disciplinas
científicas puede armonizarse con la necesidad de formar su síntesis
y de conservar en los hombres la facultades de la contemplación y de
la admiración, que llevan a la sabiduría?
¿Qué
hay que hacer para que todos los hombres participen de los bienes
culturales en el mundo, si al mismo tiempo la cultura de los
especialistas se hace cada vez más inaccesible y compleja?
¿De
qué manera, finalmente, hay que reconocer como legítima la autonomía
que reclama para sí la cultura, sin llegar a un humanismo meramente
terrestre o incluso contrario a la misma religión?
En
medio de estas antinomias se ha de desarrollar hoy la cultura
humana, de tal manera que cultive equilibradamente a la persona
humana íntegra y ayude a los hombres en las tareas a cuyo
cumplimiento todos, y de modo principal los cristianos, están
llamados, unidos fraternalmente en una sola familia humana.
Sección 2.- Algunos principios para la sana
promoción de la cultura
La fe y la cultura
57. Los cristianos, en marcha
hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba,
lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la
importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los
hombres en la edificación de un mundo más humano. En realidad, el
misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos
estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y,
sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que
sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la
entera vocación del hombre.
El
hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de
los recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y
llegue a ser morada digna de toda la familia humana y cuando
conscientemente asume su parte en la vida de los grupos sociales,
cumple personalmente el plan mismo de Dios, manifestado a la
humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y
perfeccionar la creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí
mismo; más aún, obedece al gran mandamiento de Cristo de entregarse
al servicio de los hermanos.
Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes disciplinas de
la filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias naturales
y se dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la
familia humana se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el
bien y la belleza y al juicio del valor universal, y así sea
iluminada mejor por la maravillosa Sabiduría, que desde siempre
estaba con Dios disponiendo todas las cosas con El, jugando en el
orbe de la tierra y encontrando sus delicias en estar entre los
hijos de los hombres.
Con
todo lo cual es espíritu humano, más libre de la esclavitud de las
cosas, puede ser elevado con mayor facilidad al culto mismo y a la
contemplación del Creador. Más todavía, con el impulso de la gracia
se dispone a reconocer al Verbo de Dios, que antes de hacerse carne
para salvarlo todo y recapitular todo en El, estaba en el mundo como
luz verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).
Es
cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las
cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas
esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y
agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas
disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar
toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado
con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y
deje de buscar ya cosas más altas.
Sin
embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios
de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación
de no reconocer los valores positivos de ésta. Entre tales valores
se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la
verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de trabajar
conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la solidaridad
internacional, la conciencia cada vez más intensa de la
responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección de los
hombres, la voluntad de lograr condiciones de vida más aceptables
para todos, singularmente para los que padecen privación de
responsabilidad o indigencia cultural. Todo lo cual puede aportar
alguna preparación para recibir el mensaje del Evangelio, la cual
puede ser informada con la caridad divina por Aquel que vino a
salvar el mundo.
Múltiples conexiones entre la buena
nueva de Cristo y la cultura
58. Múltiples son los vínculos
que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios,
en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de
sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura
propios de cada época.
De
igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la
historia en variedad de circunstancias, ha empleado los hallazgos de
las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo
en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y
comprenderlo con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la
celebración litúrgica y en la vida de la multiforme comunidad de los
fieles.
Pero
al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin
distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva
e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de
vida, a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia
tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión,
puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura;
comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y las
diferentes culturas.
La
buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura
del hombre, caído, combate y elimina los errores y males que
provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva
incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto
fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las
tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida,
perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su
misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y la
impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre
en la libertad interior.
Hay que armonizar diferentes valores en
el seno de las culturas
59. Por las razones expuestas,
la Iglesia recuerda a todos que la cultura debe estar subordinada a
la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad
y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el
espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración,
de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así
como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social.
Porque la cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza
racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa
libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar
según sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respeto y
goza de una cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo
los derechos de la persona y de la sociedad, particular o mundial,
dentro de los límites del bien común.
El
sagrado Sínodo, recordando lo que enseñó el Concilio Vaticano I,
declara que "existen dos órdenes de conocimiento" distintos, el de
la fe y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que "las artes y
las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su
propio método..., cada una en su propio campo", por lo cual,
"reconociendo esta justa libertad", la Iglesia afirma la autonomía
legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.
Todo
esto pide también que el hombre, salvados el orden moral y la común
utilidad, pueda investigar libremente la verdad y manifestar y
propagar su opinión, lo mismo que practicar cualquier ocupación, y,
por último, que se le informe verazmente acerca de los sucesos
públicos.
A la
autoridad pública compete no el determinar el carácter propio de
cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los medios para
promover la vida cultural entre todos aun dentro de las minorías de
alguna nación. Por ello hay que insistir sobre todo en que la
cultura, apartada de su propio fin, no sea forzada a servir al poder
político o económico.
Sección 3.- Algunas obligaciones más urgentes
de los cristianos respecto a la cultura
El reconocimiento y ejercicio
efectivo del derecho personal a la cultura
60. Hoy día es posible liberar a
muchísimos hombres de la miseria de la ignorancia. Por ello, uno de
los deberes más propios de nuestra época, sobre todo de los
cristianos, es el de trabajar con ahínco para que tanto en la
economía como en la política, así en el campo nacional como en el
internacional, se den las normas fundamentales para que se reconozca
en todas partes y se haga efectivo el derecho a todos a la cultura,
exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo,
nacionalidad, religión o condición social. Es preciso, por lo mismo,
procurar a todos una cantidad suficiente de bienes culturales,
principalmente de los que constituyen la llamada cultura "básica", a
fin de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su
ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su cooperación
auténticamente humana al bien común.
Se
debe tender a que quienes están bien dotados intelectualmente tengan
la posibilidad de llegar a los estudios superiores; y ello de tal
forma que, en la medida de lo posible, puedan desempeñar en la
sociedad las funciones, tareas y servicios que correspondan a su
aptitud natural y a la competencia adquirida. Así podrán todos los
hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo alcanzar el pleno
desarrollo de su vida cultural de acuerdo con sus cualidades y sus
propias tradiciones.
Es
preciso, además, hacer todo lo posible para que cada cual adquiera
conciencia del derecho que tiene a la cultura y del deber que sobre
él pesa de cultivarse a sí mismo y de ayudar a los demás. Hay a
veces situaciones en la vida laboral que impiden el esfuerzo de
superación cultural del hombre y destruyen en éste el afán por la
cultura. Esto se aplica de modo especial a los agricultores y a los
obreros, a los cuales es preciso procurar tales condiciones de
trabajo, que, lejos de impedir su cultura humana, la fomenten. Las
mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, pero es
conveniente que puedan asumir con plenitud su papel según su propia
naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y promueva la
propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural.
La educación para la cultura íntegra del
hombre
61. Hoy día es más difícil que
antes sintetizar las varias disciplinas y ramas del saber. Porque,
al crecer el acervo y la diversidad de elementos que constituyen la
cultura, disminuye al mismo tiempo la capacidad de cada hombre para
captarlos y armonizarlos orgánicamente, de forma que cada vez se va
desdibujando más la imagen del hombre universal. Sin embargo, queda
en pie para cada hombre el deber de conservar la estructura de toda
la persona humana, en la que destacan los valores de la
inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales
se basan en Dios Creador y han sido sanados y elevados
maravillosamente en Cristo.
La
madre nutricia de esta educación es ante todo la familia: en ella
los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor facilidad
la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de
modo como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de
cultura a medida que van creciendo.
Para
esta misma educación las sociedades contemporáneas disponen de
recursos que pueden favorecer la cultura universal, sobre todo dada
la creciente difusión del libro y los nuevos medios de comunicación
cultural y social. Pues con la disminución ya generalizada del
tiempo de trabajo aumentan para muchos hombres las posibilidades.
Empléense los descansos oportunamente para distracción del ánimo y
para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo, ya sea
entregándose a actividades o a estudios libres, ya a viajes por
otras regiones (turismo), con los que se afina el espíritu y los
hombres se enriquecen con el mutuo conocimiento; ya con ejercicios y
manifestaciones deportivas, que ayudan a conservar el equilibrio
espiritual, incluso en la comunidad, y a establecer relaciones
fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas.
Cooperen los cristianos también para que las manifestaciones y
actividades culturales colectivas, propias de nuestro tiempo, se
humanicen y se impregnen de espíritu cristiano.
Todas estas posibilidades no pueden llevar la educación del hombre
al pleno desarrollo cultural de sí mismo, si al mismo tiempo se
descuida el preguntarse a fondo por el sentido de la cultura y de la
ciencia para la persona humana.
Acuerdo entre la cultura humana y la
educación cristiana
62. Aunque la Iglesia ha
contribuido mucho al progreso de la cultura, consta, sin embargo,
por experiencia que por causas contingentes no siempre se ve libre
de dificultades al compaginar la cultura con la educación cristiana.
Estas dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe; por el
contrario, pueden estimular la mente a una más cuidadosa y profunda
inteligencia de aquélla. Puesto que los más recientes estudios y los
nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía
suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias prácticas
e incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas. Por otra
parte, los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias
de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más
apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque
una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra
cosa es el modo de formularlas conservando el mismo sentido y el
mismo significado. Hay que reconocer y emplear suficientemente en el
trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los
descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y
en sociología, llevando así a los fieles y una más pura y madura
vida de fe.
También la literatura y el arte son, a su modo, de gran importancia
para la vida de la Iglesia. En efecto, se proponen expresar la
naturaleza propia del hombre, sus problemas y sus experiencias en el
intento de conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de superarse; se
esfuerzan por descubrir la situación del hombre en la historia y en
el universo, por presentar claramente las miserias y las alegrías de
los hombres, sus necesidades y sus recurso, y por bosquejar un mejor
porvenir a la humanidad. Así tienen el poder de elevar la vida
humana en las múltiples formas que ésta reviste según los tiempos y
las regiones.
Por
tanto, hay que esforzarse para los artistas se sientan comprendidos
por la Iglesia en sus actividades y, gozando de una ordenada
libertad, establezcan contactos más fáciles con la comunidad
cristiana. También las nuevas formas artísticas, que convienen a
nuestros contemporáneos según la índole de cada nación o región,
sean reconocidas por la Iglesia. Recíbanse en el santuario, cuando
elevan la mente a Dios, con expresiones acomodadas y conforme a las
exigencias de la liturgia.
De
esta forma, el conocimiento de Dios se manifiesta mejor y la
predicación del Evangelio resulta más transparente a la inteligencia
humana y aparece como embebida en las condiciones de su vida.
Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres de su
tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y de sentir,
cuya expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de las
nuevas ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos
con la moral cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana,
para que la cultura religiosa y la rectitud de espíritu de las
ciencias y de los diarios progresos de la técnica; así se
capacitarán para examinar e interpretar todas las cosas con íntegro
sentido cristiano.
Los
que se dedican a las ciencias teológicas en los seminarios y
universidades, empéñense en colaborar con los hombres versados en
las otras materias, poniendo en común sus energías y puntos de
vista. la investigación teológica siga profundizando en la verdad
revelada sin perder contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los
hombres cultos en los diversos ramos del saber un más pleno
conocimiento de la fe. Esta colaboración será muy provechosa para la
formación de los ministros sagrados, quienes podrán presentar a
nuestros contemporáneos la doctrina de la Iglesia acerca de Dios,
del hombre y del mundo, de forma más adaptada al hombre
contemporáneo y a la vez más gustosamente aceptable por parte de
ellos.
Más aún, es de desear que numerosos
laicos reciban una buena formación en las ciencias sagradas, y que
no pocos de ellos se dediquen ex profeso a estos estudios y
profundicen en ellos. Pero para que puedan llevar a buen término su
tarea debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa
libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer humilde
y valerosamente su manera de ver en los ampos que son de su
competencia.
CAPÍTULO III
LA VIDA ECONÓMICO-SOCIAL
Algunos aspectos de la vida económica
63. También en la vida
económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la
persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad.
Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida
económico- social.
La
economía moderna, como los restantes sectores de la vida social, se
caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la
naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las
relaciones sociales y por la interdependencia entre ciudadanos,
asociaciones y pueblos, así como también por la cada vez más
frecuente intervención del poder público.
Por otra parte, el progreso en las
técnicas de la producción y en la organización del comercio y de los
servicios han convertido a la economía en instrumento capaz de
satisfacer mejor las nuevas necesidades acrecentada de la familia
humana.
Sin
embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo
en regiones económicamente desarrolladas, parecen garza por la
economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está
como teñida de cierto espíritu economista tanto en las naciones de
economía colectivizada como en las otras. En un momento en que el
desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y ordene
de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades
sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de
ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los
más débiles y un desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres
inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los
países menos desarrollados, viven en la opulencia y malgastan sin
consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos
pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de
toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia
en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.
Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto entre
los sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por un
parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo país.
Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones
económicamente desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en
peligro la misma paz mundial.
Los
hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas
disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud
de las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el
mundo moderno puede y debe corregir este lamentable estado de cosas.
Por ello son necesarias muchas reformas
en la vida económico-social y un cambio de mentalidad y de
costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los
siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de
justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la
vida individual y social como en orden a la vida internacional, y
los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. El
Concilio quiere robustecer estos principios de acuerdo con las
circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes
sobre todo a las exigencias del desarrollo económico.
Sección I.- El desarrollo económico
Ley fundamental del desarrollo: el
servicio del hombre
64. Hoy más que nunca, para
hacer frente al aumento de población y responder a las aspiraciones
más amplias del género humano, se tiende con razón a un aumento en
la producción agrícola e industrial y en la prestación de los
servicios. Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el
espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas,
la adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de
cuantos participan en la producción; en una palabra, todo cuanto
puede contribuir a dicho progreso. La finalidad fundamental de esta
producción no es el mero incremento de los productos, ni el
beneficio, ni el poder, sino el servicio del hombre, del hombre
integral, teniendo en cuanta sus necesidades materiales y sus
exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas; de
todo hombre, decimos, de todo grupo de hombres, sin distinción de
raza o continente. De esta forma, la actividad económica debe
ejercerse siguiendo sus métodos y leyes propias, dentro del ámbito
del orden moral, para que se cumplan así los designios de Dios sobre
el hombre.
El desarrollo económico, bajo el control
humano
65. El desarrollo debe
permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar en manos de
unos pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni
tampoco en manos de una sola comunidad política o de ciertas
naciones más poderosas. Es preciso, por el contrario, que en todo
nivel, el mayor número posible de hombres, y en el plano
internacional el conjunto de las naciones, puedan tomar parte activa
en la dirección del desarrollo. Asimismo es necesario que las
iniciativas espontáneas de los individuos y de sus asociaciones
libres colaboren con los esfuerzos de las autoridades públicas y se
coordinen con éstos de forma eficaz y coherente.
No
se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de
la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la
autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto
las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre
de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos
fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la
organización colectiva de la producción.
Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el deber y el
derecho que tienen, y que el poder civil ha de reconocer, de
contribuir, según sus posibilidades, al progreso de la propia
comunidad.
En los países menos desarrollados,
donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en
grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas
improductivamente o los que -salvado el derecho personal de
emigración- privan a su comunidad de los medios materiales y
espirituales que ésta necesita.
Han de eliminarse las enormes
desigualdades económico-sociales
66. Para satisfacer las
exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los
esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a los derechos de
las personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo
más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que
existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a
discriminaciones individuales y sociales. De igual manera, en muchas
regiones, teniendo en cuanta las peculiares dificultades de la
agricultura tanto en la producción como en la venta de sus bienes,
hay que ayudar a los labradores para que aumenten su capacidad
productiva y comercial, introduzcan los necesarios cambios e
innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos,
como sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior
categoría. Los propios agricultores, especialmente los jóvenes,
aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la
que no puede darse el desarrollo de la agricultura.
La
justicia y la equidad exigen también que la movilidad, la cual es
necesaria en una economía progresiva, se ordene de manera que se
eviten la inseguridad y la estrechez de vida del individuo y de su
familia.
Con respecto a los trabajadores que,
procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el
crecimiento económico de una nación o de una provincia, se ha de
evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de
remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad
entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como
personas, no simplemente como meros instrumentos de producción;
deben ayudarlos para que traigan junto a sí a sus familiares, se
procuren un alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a la
vida social del país o de la región que los acoge. Sin embargo, en
cuanto sea posible, deben crearse fuentes de trabajo en las propias
regiones.
En
las economías en período de transición, como sucede en las formas
nuevas de la sociedad industrial, en las que, v.gr., se desarrolla
la autonomía, en necesario asegurar a cada uno empleo suficiente y
adecuado: y al mismo tiempo la posibilidad de una formación técnica
y profesional congruente. Débense garantizar la subsistencia y la
dignidad humana de los que, sobre todo por razón de enfermedad o de
edad, se ven aquejados por graves dificultades.
Sección 2.- Algunos principios reguladores
del conjunto de la vida económico-social
Trabajo, condiciones de trabajo, descanso
67. El trabajo humano que se ejerce en la
producción y en el comercio o en los servicios es muy superior a los
restantes elementos de la vida económico, pues estos últimos no
tienen otro papel que el de instrumentos.
Pues
el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la
persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que
trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su
familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une
a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera
caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No
sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los
hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien
dio al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias
manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de
trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es
deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias
circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la
oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración
del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una
vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual,
teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada
uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común.
La
actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de
los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo
con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado
frecuente también hoy día que los trabajadores resulten en cierto
sentido esclavos de su propio trabajo. Lo cual de ningún modo está
justificado por las llamadas leyes económicas. El conjunto del
proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de
la persona y a la manera de vida de cada uno en particular, de su
vida familiar, principalmente por lo que toca a las madres de
familia, teniendo siempre en cuanta el sexo y la edad. Ofrézcase,
además, a los trabajadores la posibilidad de desarrollar sus
cualidades y su personalidad en el ámbito mismo del trabajo. Al
aplicar, con la debida responsabilidad, a este trabajo su tiempo y
sus fuerzas, disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso
suficiente que les permita cultivar la vida familiar, cultural,
social y religiosa. Más aún, tengan la posibilidad de desarrollar
libremente las energías y las cualidades que tal vez en su trabajo
profesional apenas pueden cultivar.
Participación en la empresa y en la
organización general de la economía. Conflictos
laborales
68. En las empresas económicas
son personas las que se asocian, es decir, hombres libres y
autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuanta
las funciones de cada uno, propietarios, administradores, técnicos,
trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en la
dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la
gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con
acierto.
Con todo, como en muchos casos no es a
nivel de empresa, sino en niveles institucionales superiores, donde
se toman las decisiones económicas y sociales de las que depende el
porvenir de los trabajadores y de sus hijos, deben los trabajadores
participar también en semejantes decisiones por sí mismos o por
medio de representantes libremente elegidos.
Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse
el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones que
representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la
recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho
de participar libremente en las actividades de las asociaciones sin
riesgo de represalias. Por medio de esta ordenada participación, que
está unida al progreso en la formación económica y social, crecerá
más y más entre todos el sentido de la responsabilidad propia, el
cual les llevará a sentirse colaboradores, según sus medios y
aptitudes propias, en la tarea total del desarrollo económico y
social y del logro del bien común universal.
En
caso de conflictos económico-sociales, hay que esforzarse por
encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre
primero a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la
situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario,
aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las
aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto
antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo
conciliatorio.
Los bienes de la tierra están destinados
a todos los hombres
69. Dios ha destinado la tierra
y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En
consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma
equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la
caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a
las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias
diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino
universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe
tener las cosas exteriores que legítimamente posee como
exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de
que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por
lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí
mismos y para sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es
éste el sentir de los Padres y de los doctores de la Iglesia,
quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los
pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos. Quien se
halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la
riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos
oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio
urge a todos, particulares y autoridades, a que, acordándose de
aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de hambre,
porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias
posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando
en primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que
puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos.
En
sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino común de
los bienes está a veces en parte logrado por un conjunto de
costumbres y tradiciones comunitarias que aseguran a cada miembro
los bienes absolutamente necesarios. Sin embargo, elimínese el
criterio de considerar como en absoluto inmutables ciertas
costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la época
presente; pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente
contra costumbres honestas que, adaptadas a las circunstancias
actuales, pueden resultar muy útiles. De igual manera, en las
naciones de economía muy desarrollada, el conjunto de instituciones
consagradas a la previsión y a la seguridad social puede contribuir,
por su parte, al destino común de los bienes. Es necesario también
continuar el desarrollo de los servicios familiares y sociales,
principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación.
Al organizar todas estas instituciones debe cuidarse de que los
ciudadanos no vayan cayendo en una actitud de pasividad con respecto
a la sociedad o de irresponsabilidad y egoísmo.
Inversiones y política monetaria
70. Las inversiones deben
orientarse a asegurar posibilidades de trabajo y beneficios
suficientes a la población presente y futura. Los responsables de
las inversiones y de la organización de la vida económica, tanto los
particulares como los grupos o las autoridades públicas, deben tener
muy presentes estos fines y reconocer su grave obligación de
vigilar, por una parte, a fin de que se provea de lo necesario para
una vida decente tanto a los individuos como a toda la comunidad, y,
por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo equilibrio
entre las necesidades actuales del consumo individual y colectivo y
las exigencias de inversión para la generación futura. Ténganse,
además, siempre presentes las urgentes necesidades de las naciones o
de las regiones menos desarrolladas económicamente. En materia de
política monetaria cuídese no dañar al bien de la propia nación o de
las ajenas. Tómense precauciones para que los económicamente débiles
no queden afectados injustamente por los cambios de valor de la
moneda.
Acceso a la propiedad y dominio de los
bienes.
Problema de los latifundios
71. La propiedad, como las demás
formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a
la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función
responsable en la sociedad y en la economía. Es por ello muy
importante fomentar el acceso de todos, individuos y comunidades, a
algún dominio sobre los bienes externos.
La
propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos
aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la
autonomía personal y familiar y deben ser considerados como
ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el
ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de
las condiciones de las libertades civiles.
Las
formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se
diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan
siendo elemento de seguridad no despreciable aun contando con los
fondos sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad.
Esto debe afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino
también de los bienes inmateriales, como es la capacidad
profesional.
El
derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas
formas de propiedad pública existentes. El paso de bienes a la
propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad competente
de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites
de este último, supuesta la compensación adecuada. A la autoridad
pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada
en contra del bien común.
La
misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una
índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los
bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad muchas
veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves desórdenes,
hasta el punto de que se da pretexto a sus impugnadores para negar
el derecho mismo.
En
muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen
posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente
cultivadas o reservadas sin cultivo para especular con ellas,
mientras la mayor parte de la población carece de tierras o posee
sólo parcelas irrisorias y el desarrollo de la producción agrícola
presenta caracteres de urgencia. No raras veces los braceros o los
arrendatarios de alguna parte de esas posesiones reciben un salario
o beneficio indigno del hombre, carecen de alojamiento decente y son
explotados por los intermediarios. Viven en la más total inseguridad
y en tal situación de inferioridad personal, que apenas tienen
ocasión de actuar libre y responsablemente, de promover su nivel de
vida y de participar en la vida social y política. Son, pues,
necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el
incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones
laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para
la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de las
propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean
capaces de hacerlas valer. En este caso deben asegurárseles los
elementos y servicios indispensables, en particular los medios de
educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de
tipo cooperativo. Siempre que el bien común exija una expropiación,
debe valorarse la indemnización según equidad, teniendo en cuanta
todo el conjunto de las circunstancias.
La actividad económico-social y el reino
de Cristo
72. Los cristianos que toman
parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y
luchan por la justicia y caridad, convénzanse de que pueden
contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo.
Individual y colectivamente den ejemplo en este campo. Adquirida la
competencia profesional y la experiencia que son absolutamente
necesarias, respeten en la acción temporal la justa jerarquía de
valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que toda
su vida, así la individual como la social, quede saturada con el
espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu
de la pobreza.
Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de Dios,
encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos
sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la
inspiración de la caridad.
CAPÍTULO IV
LA VIDA EN LA COMUNIDAD POLÍTICA
La vida pública en nuestros días
73. En nuestra época se
advierten profundas transformaciones también en las estructuras y en
las instituciones de los pueblos como consecuencia de la evolución
cultural, económica y social de estos últimos. Estas
transformaciones ejercen gran influjo en la vida de la comunidad
política principalmente en lo que se refiere a los derechos y
deberes de todos en el ejercicio de la libertad política y en el
logro del bien común y en lo que toca a las relaciones de los
ciudadanos entre sí y con la autoridad pública.
La
conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas
regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden
político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos
de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre
asociación, de expresar las propias opiniones y de profesar privada
y públicamente la religión. Porque la garantía de los derechos de la
persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como
individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar
activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública.
Con
el desarrollo cultural, económico y social se consolida en la
mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación de la
comunidad política. En la conciencia de muchos se intensifica el
afán por respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los
deberes de éstas para con la comunidad política; además crece por
días el respeto hacia los hombres que profesan opinión o religión
distintas; al mismo tiempos e establece una mayor colaboración a fin
de que todos los ciudadanos, y no solamente algunos privilegiados,
puedan hacer uso efectivo de los derechos personales.
Se
reprueban también todas las formas políticas, vigentes en ciertas
regiones, que obstaculizan la libertad civil o religiosa,
multiplican las víctimas de las pasiones y de los crímenes políticos
y desvían el ejercicio de la autoridad en la prosecución del bien
común, para ponerla al servicio de un grupo o de los propios
gobernantes.
La
mejor manera de llagar a una política auténticamente humana es
fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y
del servicio al bien común y robustecer las convicciones
fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la
comunidad política y al fin, recto ejercicio y límites de los
poderes públicos.
Naturaleza y fin de la comunidad
política
74. Los hombres, las familias y
los diversos grupos que constituyen la comunidad civil son
conscientes de su propia insuficiencia para lograr una vida
plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más
amplia, en la cual todos conjuguen a diario sus energías en orden a
una mejor procuración del bien común. Por ello forman comunidad
política según tipos institucionales varios. La comunidad política
nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su
justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad
primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas
condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias
y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su
propia perfección.
Pero
son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en una
comunidad política, y pueden con todo derecho inclinarse hacia
soluciones diferentes. A fin de que, por la pluralidad de pareceres,
no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que
dirija la acción de todos hacia el bien común no mecánica o
despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral,
que se basa en la libertad y en el sentido de responsabilidad de
cada uno.
Es,
pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se
fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden
previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político
y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación
de los ciudadanos.
Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, así en la
comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas,
debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para
procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el orden
jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces
cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De
todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la
importancia de los gobernantes.
Pero
cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los
ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien
común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de
sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los
límites que señala la ley natural y evangélica.
Las
modalidades concretas por las que la comunidad política organiza su
estructura fundamental y el equilibrio de los poderes públicos
pueden ser diferentes, según el genio de cada pueblo y la marcha de
su historia. Pero deben tender siempre a formar un tipo de hombre
culto, pacífico y benévolo respecto de los demás para provecho de
toda la familia humana.
Colaboración de todos en la vida pública
75. Es perfectamente conforme
con la naturaleza humana que se constituyan estructuras
político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin
discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades
efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los
fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la
cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los
límites de las diferentes instituciones y en la elección de los
gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y
al mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para
promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de
quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa
pública y aceptan las cargas de este oficio.
Para
que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados
felices en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden
jurídico positivo que establezca la adecuada división de las
funciones institucionales de la autoridad política, así como también
la protección eficaz e independiente de los derechos. Reconózcanse,
respétense y promuévanse los derechos de las personas, de las
familias y de las asociaciones, así como su ejercicio, no menos que
los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es necesario
mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material
y personal requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no
entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales, los
cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su
legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con
libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su parte,
individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política
todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna
ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la
responsabilidad de las personas, de las familias y de las
agrupaciones sociales.
A
consecuencia de la complejidad de nuestra época, los poderes
públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia
social, económica y cultural para crear condiciones más favorables,
que ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la
búsqueda libre del bien completo del hombre. Según las diversas
regiones y la evolución de los pueblos, pueden entenderse de diverso
modo las relaciones entre la socialización y la autonomía y el
desarrollo de la persona. Esto no obstante, allí donde por razones
de bien común se restrinja temporalmente el ejercicio de los
derechos, restablézcase la libertad cuanto antes una vez que hayan
cambiado las circunstancias. De todos modos, es inhumano que la
autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas
dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los
grupos sociales.
Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la
patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre
al mismo tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por
toda clase de vínculos entre las razas, pueblos y naciones.
Los
cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular y
propia que tienen en la comunidad política; en virtud de esta
vocación están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad
y de servicio al bien común, así demostrarán también con los hechos
cómo pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa
personal y la necesaria solidaridad del cuerpo social, las ventajas
de la unidad combinada con la provechosa diversidad. El cristiano
debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales
discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados,
defienden lealmente su manera de ver. Los partidos políticos deben
promover todo lo que a su juicio exige el bien común; nunca, sin
embargo, está permitido anteponer intereses propios al bien común.
Hay
que prestar gran atención a la educación cívica y política, que hoy
día es particularmente necesaria para el pueblo, y, sobre todo para
la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su
misión en la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden
llegar a ser capaces de ejercer este arte tan difícil y tan noble
que es la política, prepárense para ella y procuren ejercitarla con
olvido del propio interés y de toda ganancia venal. Luchen con
integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión,
contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un
solo partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más
aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos.
La comunidad política y la Iglesia
76. Es de suma importancia,
sobre todo allí donde existe una sociedad pluralística, tener un
recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la
Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos,
aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como
ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que
realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores.
La
Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se
confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a
sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del
carácter trascendente de la persona humana.
La
comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada
una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso
título, están al servicio de la vocación personal y social del
hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para
bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre
ellas, habida cuesta de las circunstancias de lugar y tiempo. El
hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino
que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación
eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor,
contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la
caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando
la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción
humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos,
respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad
políticas del ciudadano.
Cuando los apóstoles y sus sucesores y los cooperadores de éstos son
enviados para anunciar a los hombres a Cristo, Salvador del mundo,
en el ejercicio de su apostolado se apoyan sobre el poder de Dios,
el cual muchas veces manifiesta la fuerza del Evangelio en la
debilidad de sus testigos. Es preciso que cuantos se consagran al
ministerio de la palabra de Dios utilicen los caminos y medios
propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas cosas de
los medios que la ciudad terrena utiliza.
Ciertamente, las realidades temporales y las realidades
sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, y la misma
Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo
exige. No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por
el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos
legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede
empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida
exijan otra disposición. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo
momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad,
enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin
traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias
referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando
todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al
bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones.
Con
su fiel adhesión al Evangelio y el ejercicio de su misión en el
mundo, la Iglesia, cuya misión es fomentar y elevar todo cuanto de
verdadero, de bueno y de bello hay en la comunidad humana, consolida
la paz en la humanidad para gloria de Dios
CAPÍTULO V
EL FOMENTO DE LA PAZ Y LA PROMOCIÓN DE LA
COMUNIDAD DE LOS PUEBLOS
Introducción
77. En estos últimos años, en
los que aún perduran entre los hombres la aflicción y las angustias
nacidas de la realidad o de la amenaza de una guerra, la universal
familia humana ha llegado en su proceso de madurez a un momento de
suprema crisis. Unificada paulatinamente y ya más consciente en todo
lugar de su unidad, no puede llevar a cabo la tarea que tiene ante
sí, es decir, construir un mundo más humano para todos los hombres
en toda la extensión de la tierra, sin que todos se conviertan con
espíritu renovado a la verdad de la paz. De aquí proviene que el
mensaje evangélico, coincidente con los más profundos anhelos y
deseos del género humano, luzca en nuestros días con nuevo
resplandor al proclamar bienaventurados a los constructores de la
paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9).
Por
esto el Concilio, al tratar de la nobilísima y auténtica noción de
la paz, después de condenar la crueldad de la guerra, pretende hacer
un ardiente llamamiento a los cristianos para que con el auxilio de
Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los hombres a cimentar
la paz en la justicia y el amor y a aportar los medios de la paz.
Naturaleza de la paz
78. La paz no es la mera
ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las
fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que
con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is
32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su
divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más
perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género
humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus
exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está
cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del
todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la
voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama
de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de
la autoridad legítima.
Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede
lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación
espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y
espiritual.
Es absolutamente necesario el firme
propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su
dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a
construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual
sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.
La
paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto
de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio
Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos
los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo
pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado
muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su
resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los
hombres.
Por
lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los
cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Eph
4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y
establecer la paz.
Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos
que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos,
recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al
alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin
lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.
En
la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el
peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en
que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden
también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización
de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas
hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y
jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).
Sección I.- Obligación de evitar la guerra
Hay que frenar la crueldad de las
guerras
79. A pesar de que las guerras
recientes han traído a nuestro mundo daños gravísimos materiales y
morales, todavía a diario en algunas zonas del mundo la guerra
continúa sus devastaciones. Es más, al emplear en la guerra armas
científicas de todo género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a
los que luchan a tal barbarie, que supere, enormemente la de los
tiempos pasados. La complejidad de la situación actual y el
laberinto de las relaciones internaciones permiten prolongar guerras
disfrazadas con nuevos métodos insidiosos y subversivos. En muchos
casos se admite como nuevo sistema de guerra el uso de los métodos
del terrorismo.
Teniendo presente esta postración de la humanidad el Concilio
pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho
natural de gentes y de sus principios universales. La misma
conciencia del género humano proclama con firmeza, cada vez más,
estos principios.
Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a tales principios y
las órdenes que mandan tales actos, son criminales y la obediencia
ciega no puede excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay
que enumerar ante todo aquellos con los que metódicamente se
extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar
con energía tales actos como crímenes horrendos; se ha de encomiar,
en cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse
abiertamente a los que ordenan semejantes cosas.
Existen sobre la guerra y sus problemas varios tratados
internacionales, suscritos por muchas naciones, para que las
operaciones militares y sus consecuencias sean menos inhumanas;
tales son los que tratan del destino de los combatientes heridos o
prisioneros y otros por el estilo.
Hay que cumplir estos tratados; es más,
están obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los
técnicos en estas materias, a procurar cuanto puedan su
perfeccionamiento, para que así se consiga mejor y más eficazmente
atenuar la crueldad de las guerras. También parece razonable que las
leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de los que se
niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo
tiempo servir a la comunidad humana de otra forma.
Desde luego, la guerra no ha sido desarraigada de la humanidad.
Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad
internacional competente y provista de medios eficaces, una vez
agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá
negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos. A los jefes de
Estado y a cuantos participan en los cargos de gobierno les incumbe
el deber de proteger la seguridad de los pueblos a ellos confiados,
actuando con suma responsabilidad en asunto tan grave. Pero una cosa
es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra
muy distinta querer someter a otras naciones. La potencia bélica no
legitima cualquier uso militar o político de ella. Y una vez
estallada lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito entre
los beligerantes.
Los
que, al servicio de la patria, se hallan en el ejercicio,
considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos,
pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente a
estabilizar la paz.
La guerra total
80. El horror y la maldad de la
guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas
científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden
producir destrucciones enormes e indiscriminadas, las cuales, por
tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la legítima defensa.
Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran
en los depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría la
matanza casi plena y totalmente recíproca de parte a parte enemiga,
sin tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían en el mundo
y los perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.
Todo
esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente
nueva. Sepan los hombres de hoy que habrán de dar muy seria cuanta
de sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones presentes
dependerá en gran parte el curso de los tiempos venideros.
Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas las
condenaciones de la guerra mundial expresadas por los últimos Sumos
Pontífices, declara:
Toda
acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de
ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es
un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con
firmeza y sin vacilaciones.
El
riesgo característico de la guerra contemporánea está en que da
ocasión a los que poseen las recientes armas científicas para
cometer tales delitos y con cierta inexorable conexión puede empujar
las voluntades humanas a determinaciones verdaderamente horribles.
Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de toda la
tierra reunidos aquí piden con insistencia a todos, principalmente a
los jefes de Estado y a los altos jefes del ejército, que consideren
incesantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante toda la
humanidad.
La carrera de armamentos
81. Las armas científicas no se
acumulan exclusivamente para el tiempo de guerra. Puesto que la
seguridad de la defensa se juzga que depende de la capacidad
fulminante de rechazar al adversario, esta acumulación de armas, que
se agrava por años, sirve de manera insólita para aterrar a posibles
adversarios. Muchos la consideran como el más eficaz de todos los
medios para asentar firmemente la paz entre las naciones.
Sea
lo que fuere de este sistema de disuasión, convénzanse los hombres
de que la carrera de armamentos, a la que acuden tantas naciones, no
es camino seguro para conservar firmemente la paz, y que el llamado
equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y auténtica. De
ahí que no sólo no se eliminan las causas de conflicto, sino que más
bien se corre el riesgo de agravarlas poco a poco. Al gastar
inmensas cantidades en tener siempre a punto nuevas armas, no se
pueden remediar suficientemente tantas miserias del mundo entero. En
vez de restañar verdadera y radicalmente las disensiones entre las
naciones, otras zonas del mundo quedan afectadas por ellas. Hay que
elegir nuevas rutas que partan de una renovación de la mentalidad
para eliminar este escándalo y poder restablecer la verdadera paz,
quedando el mundo liberado de la ansiedad que le oprime.
Por
lo tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de armamentos es la
plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de manera
intolerable. Hay que temer seriamente que, si perdura, engendre
todos los estragos funestos cuyos medios ya prepara.
Advertidos de las calamidades que el género humano ha hecho
posibles, empleemos la pausa de que gozamos, concedida de lo Alto,
para, con mayor conciencia de la propia responsabilidad, encontrar
caminos que solucionen nuestras diferencias de un modo más digno del
hombre. La Providencia divina nos pide insistentemente que nos
liberemos de la antigua esclavitud de la guerra. Si renunciáramos a
este intento, no sabemos a dónde nos llevará este mal camino por el
que hemos entrado.
Prohibición absoluta de la guerra.
La acción internacional para evitar la guerra
82. Bien claro queda, por tanto,
que debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar un época en
que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida
cualquier guerra. Esto requiere el establecimiento de una autoridad
pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para
garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto
de los derechos. Pero antes de que se pueda establecer tan deseada
autoridad es necesario que las actuales asociaciones internacionales
supremas se dediquen de lleno a estudiar los medios más aptos para
la seguridad común. La paz ha de nacer de la mutua confianza de los
pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las
armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera de
armamentos cese finalmente, para que comience ya en realidad la
reducción de armamentos, no unilateral, sino simultánea, de mutuo
acuerdo, con auténticas y eficaces garantías.
No
hay que despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que aún
se llevan a cabo para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay
que ayudar la buena voluntad de muchísimos que, aun agobiados por
las enormes preocupaciones de sus altos cargos, movidos por el
gravísimo deber que les acucia, se esfuerzan, por eliminar la
guerra, que aborrecen, aunque no pueden prescindir de la complejidad
inevitable de las cosas. Hay que pedir con insistencia a Dios que
les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a cabo con
fortaleza esta tarea de sumo amor a los hombres, con la que se
construye virilmente la paz. Lo cual hoy exige de ellos con toda
certeza que amplíen su mente más allá de las fronteras de la propia
nación, renuncien al egoísmo nacional ya a la ambición de dominar a
otras naciones, alimenten un profundo respeto por toda la humanidad,
que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su mayor unidad.
Acerca de los problemas de la paz y del desarme, los sondeos y
conversaciones diligente e ininterrumpidamente celebrados y los
congresos internacionales que han tratado de este asunto deben ser
considerados como los primeros pasos para solventar temas tan
espinosos y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el
futuro para obtener resultados prácticos. Sin embargo, hay que
evitar el confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin
preocuparse de la reforma en la propia mentalidad. Pues los que
gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien común de la
propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el
mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos
de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de
la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menos precio y de
desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas,
dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia
proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a una
nueva orientación en la opinión pública. Los que se entregan a la
tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la
opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de
formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos
todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el
orbe entero y en aquellos trabajos que toso juntos podemos llevar a
cabo para que nuestra generación mejore.
Que
no nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el
futuro tratados firmes y honestos sobre la paz universal una vez
depuestos los odios y las enemistades, la humanidad, que ya está en
grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá sea
arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz
que la paz horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto, la
Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa
de esperar firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e
importunamente, quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el
tiempo aceptable para que cambien los corazones, éste es el
día de la salvación.
Sección 2.- Edificar la comunidad
internacional
Causas y remedios de las discordias
83. Para edificar la paz se
requiere ante todo que se desarraiguen las causas de discordia entre
los hombres, que son las que alimentan las guerras. Entre esas
causas deben desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de
éstas provienen de las excesivas desigualdades económicas y de la
lentitud en la aplicación de las soluciones necesarias. Otras nacen
del deseo de dominio y del desprecio por las personas, y, si
ahondamos en los motivos más profundos, brotan de la envidia, de la
desconfianza, de la soberbia y demás pasiones egoístas. Como el
hombre no puede soportar tantas deficiencias en el orden, éstas
hacen que, aun sin haber guerras, el mundo esté plagado sin cesar de
luchas y violencias entre los hombres. Como, además, existen los
mismos males en las relaciones internacionales, es totalmente
necesario que, para vencer y prevenir semejantes males y para
reprimir las violencias desenfrenadas, las instituciones
internacionales cooperen y se coordinen mejor y más firmemente y se
estimule sin descanso la creación de organismos que promuevan la
paz.
La comunidad de las naciones y las
instituciones internacionales
84. Dados los lazos tan
estrechos y recientes de mutua dependencia que hoy se dan entre
todos los ciudadanos y entre todos los pueblos de la tierra, la
búsqueda certera y la realización eficaz del bien común universal
exigen que la comunidad de las naciones se dé a sí misma un
ordenamiento que responda a sus obligaciones actuales, teniendo
particularmente en cuanta las numerosas regiones que se encuentran
aún hoy en estado de miseria intolerable.
Para
lograr estos fines, las instituciones de la comunidad internacional
deben, cada una por su parte, proveer a las diversas necesidades de
los hombres tanto en el campo de la vida social, alimentación,
higiene, educación, trabajo, como en múltiples circunstancias
particulares que surgen acá y allá; por ejemplo, la necesidad
general que las naciones en vías de desarrollo sienten de fomentar
el progreso, de remediar en todo el mundo la triste situación de los
refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias.
Las
instituciones internacionales, mundiales o regionales ya existentes
son beneméritas del género humano. Son los primeros conatos de echar
los cimientos internaciones de toda la comunidad humana para
solucionar los gravísimos problemas de hoy, señaladamente para
promover el progreso en todas partes y evitar la guerra en
cualquiera de sus formas. En todos estos campos, la Iglesia se goza
del espíritu de auténtica fraternidad que actualmente florece entre
los cristianos y los no cristianos, y que se esfuerza por
intensificar continuamente los intentos de prestar ayuda para
suprimir ingentes calamidades.
La cooperación internacional en el orden
económico
85. La actual unión del género
humano exige que se establezca también una mayor cooperación
internacional en el orden económico. Pues la realidad es que, aunque
casi todos los pueblos han alcanzado la independencia, distan mucho
de verse libres de excesivas desigualdades y de toda suerte de
inadmisibles dependencias, así como de alejar de sí el peligro de
las dificultades internas.
El
progreso de un país depende de los medios humanos y financieros de
que dispone. Los ciudadanos deben prepararse, pro medio de la
educación y de la formación profesional, al ejercicio de las
diversas funciones de la vida económica y social. Para esto se
requiere la colaboración de expertos extranjeros que en su actuación
se comporten no como dominadores, sino como auxiliares y
cooperadores. La ayuda material a los países en vías de desarrollo
no podrá prestarse si no se operan profundos cambios en las
estructuras actuales del comercio mundial. Los países desarrollados
deberán prestar otros tipos de ayuda, en forma de donativos,
préstamos o inversión de capitales; todo lo cual ha de hacerse con
generosidad y sin ambición por parte del que ayuda y con absoluta
honradez por parte del que recibe tal ayuda.
Para
establecer un auténtico orden económico universal hay que acabar con
las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el
afán de dominación política, los cálculos de carácter militarista y
las maquinaciones para difundir e imponer las ideologías. Son muchos
los sistemas económicos y sociales que hoy se proponen; es de desear
que los expertos sepan encontrar en ellos los principios básicos
comunes de un sano comercio mundial. Ello será fácil si todos y cada
uno deponen sus prejuicios y se muestran dispuestos a un diálogo
sincero.
Algunas normas oportunas
86. Para esta cooperación
parecen oportunas las normas siguientes:
a) Los pueblos que están en vías de desarrollo entiendan bien que
han de buscar expresa y firmemente, como fin propio del progreso, la
plena perfección humana de sus ciudadanos. Tengan presente que el
progreso surge y se acrecienta principalmente por medio del trabajo
y la preparación de los propios pueblos, progreso que debe ser
impulsado no sólo con las ayudas exteriores, sino ante todo con el
desenvolvimiento de las propias fuerzas y el cultivo de las dotes y
tradiciones propias. En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen
mayor influjo sobre sus conciudadanos.
b)
Por su parte, los pueblos ya desarrollados tienen la obligación
gravísima de ayudar a los países en vías de desarrollo a cumplir
tales cometidos. Por lo cual han de someterse a las reformas
psicológicas y materiales que se requieren para crear esta
cooperación internacional. Busquen así, con sumo cuidado en las
relaciones comerciales con los países más débiles y pobres, el bien
de estos últimos, porque tales pueblos necesitan para su propia
sustentación los beneficios que logran con la venta de sus
mercancías.
c)
Es deber de la comunidad internacional regular y estimular el
desarrollo de forma que los bienes a este fin destinados sean
invertidos con la mayor eficacia y equidad. Pertenece también a
dicha comunidad, salvado el principio de la acción subsidiaria,
ordenar las relaciones económicas en todo el mundo para que se
ajusten a la justicia. Fúndense instituciones capaces de promover y
de ordenar el comercio internacional, en particular con las naciones
menos desarrolladas, y de compensar los desequilibrios que proceden
de la excesiva desigualdad de poder entre las naciones. Esta
ordenación, unida a otras ayudas de tipo técnico, cultural o
monetario, debe ofrecer los recursos necesarios a los países que
caminan hacia el progreso, de forma que puedan lograr
convenientemente el desarrollo de su propia economía.
d)
En muchas ocasiones urge la necesidad de revisar las estructuras
económicas y sociales; pero hay que prevenirse frente a soluciones
técnicas poco ponderadas y sobre todo aquellas que ofrecen al hombre
ventajas materiales, pero se oponen a la naturaleza y al
perfeccionamiento espiritual del hombre. Pues no sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt
4,4). Cualquier parcela de la familia humana, tanto en sí misma como
en sus mejores tradiciones, lleva consigo algo del tesoro espiritual
confiado por Dios a la humanidad, aunque muchos desconocen su
origen.
Cooperación internacional en lo tocante
al crecimiento demográfico
87. Es sobremanera necesaria la
cooperación internacional en favor de aquellos pueblos que
actualmente con harta frecuencia, aparte de otras muchas
dificultades, se ven agobiados por la que proviene del rápido
aumento de su población. Urge la necesidad de que, por medio de una
plena e intensa cooperación de todos los países, pero especialmente
de los más ricos, se halle el modo de disponer y de facilitar a toda
la comunidad humana aquellos bienes que son necesarios para el
sustento y para la conveniente educación del hombre. Son varios los
países que podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si pasaran,
dotados de la conveniente enseñanza, de métodos agrícolas arcaicos
al empleo de las nuevas técnicas, aplicándolas con la debida
prudencia a sus condiciones particulares una vez que se haya
establecido un mejor orden social y se haya distribuido más
equitativamente la propiedad de las tierras.
Los
gobiernos respectivos tienen derechos y obligaciones, en lo que toca
a los problemas de su propia población, dentro de los límites de su
específica competencia. Tales son, por ejemplo, la legislación
social y la familiar, la emigración del campo a la ciudad, la
información sobre la situación y necesidades del país. Como hoy la
agitación que en torno a este problema sucede a los espíritus es tan
intensa, es de desear que los católicos expertos en todas estas
materias, particularmente en las universidades, continúen con
intensidad los estudios comenzados y los desarrollen cada vez más.
Dado
que muchos afirman que el crecimiento de la población mundial, o al
menos el de algunos países, debe frenarse por todos los medios y con
cualquier tipo de intervención de la autoridad pública, el Concilio
exhorta a todos a que se prevenga frente a las soluciones,
propuestas en privado o en público y a veces impuestas, que
contradicen a la moral. Porque, conforme al inalienable derecho del
hombre al matrimonio y a la procreación, la decisión sobre el número
de hijos depende del recto juicio de los padres, y de ningún modo
puede someterse al criterio de la autoridad pública. Y como el
juicio de los padres requiere como presupuesto una conciencia
rectamente formada, es de gran importancia que todos puedan cultivar
una recta y auténticamente humana responsabilidad que tenga en
cuanta la ley divina, consideradas las circunstancias de la realidad
y de la época. Pero esto exige que se mejoren en todas partes las
condiciones pedagógicas y sociales y sobre todo que se dé una
formación religiosa o, al menos, una íntegra educación moral. Dése
al hombre también conocimiento sabiamente cierto de los progresos
científicos con el estudio de los métodos que pueden ayudar a los
cónyuges en la determinación del número de hijos, métodos cuya
seguridad haya sido bien comprobada y cuya concordancia con el orden
moral esté demostrada.
Misión de los cristianos en la
cooperación internacional
88. Cooperen gustosamente y de
corazón los cristianos en la edificación del orden internacional con
la observancia auténtica de las legítimas libertades y la amistosa
fraternidad con todos, tanto más cuanto que la mayor parte de la
humanidad sufre todavía tan grandes necesidades, que con razón puede
decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz
para despertar la caridad de sus discípulos. Que no sirva de
escándalo a la humanidad el que algunos países, generalmente los que
tienen una población cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan
de la opulencia, mientras otros se ven privados de lo necesario para
la vida y viven atormentados por el hambre, las enfermedades y toda
clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y
testimonio de la Iglesia de Cristo.
Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos, en especial
jóvenes, que se ofrecen voluntariamente para auxiliar a los demás
hombres y pueblos. Más aún, es deber del Pueblo de Dios, y los
primeros los Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la
medida de sus fuerzas, las miserias de nuestro tiempo y hacerlo,
como era ante costumbre en la Iglesia, no sólo con los bienes
superfluos, sino también con los necesarios.
El
modo concreto de las colectas y de los repartos, sin que tenga que
ser regulado de manera rígida y uniforme, ha de establecerse, sin
embargo, de modo conveniente en los niveles diocesano, nacional y
mundial, unida, siempre que parezca oportuno, la acción de los
católicos con la de los demás hermanos cristianos. Porque el
espíritu de caridad en modo alguno prohíbe el ejercicio fecundo y
organizado de la acción social caritativa, sino que lo impone
obligatoriamente. Por eso es necesario que quienes quieren
consagrarse al servicio de los pueblos en vías de desarrollo se
formen en instituciones adecuadas.
Presencia eficaz de la Iglesia en la
comunidad internacional
89. La Iglesia, cuando predica,
basada en su misión divina, el Evangelio a todos los hombres y
ofrece los tesoros de la gracia, contribuye a la consolidación de la
paz en todas partes y al establecimiento de la base firme de la
convivencia fraterna entre los hombres y los pueblos, esto es, el
conocimiento de la ley divina y natural. Es éste el motivo de la
absolutamente necesaria presencia de la Iglesia en la comunidad de
los pueblos para fomentar e incrementar la cooperación de todos, y
ello tanto por sus instituciones públicas como por la plena y
sincera colaboración de los cristianos, inspirada pura y
exclusivamente por el deseo de servir a todos.
Este
objetivo podrá alcanzarse con mayor eficacia si los fieles,
conscientes de su responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan
por despertar en su ámbito personal de vida la pronta voluntad de
cooperar con la comunidad internacional. En esta materia préstese
especial cuidado a la formación de la juventud tanto en la educación
religiosa como en la civil.
Participación del cristiano en las
instituciones internacionales
90. Forma excelente de la
actividad internacional de los cristianos es, sin duda, la
colaboración que individual o colectivamente prestan en las
instituciones fundadas o por fundar para fomentar la cooperación
entre las naciones. A la creación pacífica y fraterna de la
comunidad de los pueblos pueden servir también de múltiples maneras
las varias asociaciones católicas internacionales, que hay que
consolidar aumentando el número de sus miembros bien formados, los
medios que necesitan y la adecuada coordinación de energías. La
eficacia en la acción y la necesidad del diálogo piden en nuestra
época iniciativas de equipo. Estas asociaciones contribuyen además
no poco al desarrollo del sentido universal, sin duda muy apropiado
para el católico, y a la formación de una conciencia de la genuina
solidaridad y responsabilidad universales.
Es
de desear, finalmente, que los católicos, para ejercer como es
debido su función en la comunidad internacional, procuren cooperar
activa y positivamente con los hermanos separados que juntamente con
ellos practican la caridad evangélica, y también con todos los
hombres que tienen sed de auténtica paz.
El
Concilio, considerando las inmensas calamidades que oprimen todavía
a la mayoría de la humanidad, para fomentar en todas partes la obra
de la justicia y el amor de Cristo a los pobres juzga muy oportuno
que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como
función estimular a la comunidad católica para promover el
desarrollo a los países pobres y la justicia social internacional.
CONCLUSIÓN
Tarea de cada fiel y de las Iglesias particulares
91. Todo lo que, extraído del
tesoro doctrinal de la Iglesia, ha propuesto el Concilio, pretende
ayudar a todos los hombres de nuestros días, a los que creen en Dios
y a los que no creen en El de forma explícita, a fin de que, con la
más clara percepción de su entera vocación, ajusten mejor el mundo a
la superior dignidad del hombre, tiendan a una fraternidad universal
más profundamente arraigada y, bajo el impulso del amor, con
esfuerzo generoso y unido, respondan a las urgentes exigencias de
nuestra edad.
Ante
la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que
existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría de sus
partes, presenta deliberadamente una forma genérica; más aún, aunque
reitera la doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez
trata de materias sometidas a incesante evolución, deberá ser
continuada y aplicada en el futuro. Confiamos, sin embargo, que
muchas de las cosas que hemos dicho, apoyados en la palabra de Dios
y en el espíritu del Evangelio, podrán prestar a todos valiosa
ayuda, sobre todo una vez que la adaptación a cada pueblo y a cada
mentalidad haya sido llevada a cabo por los cristianos bajo la
dirección de los pastores.
El diálogo entre todos los hombres
92. La Iglesia, en virtud de la
misión que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje
evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de
cualquier nación, raza o cultura, se convierte en señal de la
fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero.
Lo
cual requiere, en primer lugar, que se promueva en el seno de la
Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo todas las
legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre
creciente, el diálogo entre todos los que integran el único Pueblo
de Dios, tanto los pastores como los demás fieles. Los lazos de
unión de los fieles son mucho más fuertes que los motivos de
división entre ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo
dudoso, caridad en todo.
Nuestro espíritu abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía
no viven unidos a nosotros en la plenitud de comunión y abraza
también a sus comunidades. Con todos ellos nos sentimos unidos por
la confesión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y por el
vínculo de la caridad, conscientes de que la unidad de los
cristianos es objeto de esperanzas y de deseos hoy incluso por
muchos que no creen en Cristo. Los avances que esta unidad realice
en la verdad y en la caridad bajo la poderosa virtud y la paz para
el universo mundo. Por ello, con unión de energías y en formas cada
vez más adecuadas para lograr hoy con eficacia este importante
propósito, procuremos que, ajustándonos cada vez más al Evangelio,
cooperemos fraternalmente para servir a la familia humana, que está
llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.
Nos
dirigimos también por la misma razón a todos los que creen en Dios y
conservan en el legado de sus tradiciones preciados elementos
religiosos y humanos, deseando que el coloquio abierto nos mueva a
todos a recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a ejecutarlos
con ánimo alacre.
El
deseo de este coloquio, que se siente movido hacia la verdad por
impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la necesaria
prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni siquiera a los
que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no
reconocen todavía al Autor de todos ellos. Ni tampoco excluye a
aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias
maneras. Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por ello,
todos estamos llamados a ser hermanos. En consecuencia, con esta
común vocación humana y divina, podemos y debemos cooperar, sin
violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la edificación del
mundo.
Edificación del mundo y orientación de
éste a Dios
93. Los cristianos recordando la
palabra del Señor: En esto conocerán todos que sois mis discípulos,
en el amor mutuo que os tengáis (Io 13,35), no pueden tener
otro anhelo mayor que el de servir con creciente generosidad y con
suma eficacia a los hombres de hoy. Por consiguiente, con la fiel
adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias de éste,
unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado
sobre sí una tarea ingente que han de cumplir en la tierra, y de la
cual deberán responder ante Aquel que juzgará a todos en el último
día. No todos los que dicen: "¡Señor, Señor!", entrarán en el reino
de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del Padre y ponen
manos a la obra. Quiere el Padre que reconozcamos y amemos
efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con
la palabra y con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que
comuniquemos con los demás el misterio del amor del Padre celestial.
Por esta vía, en todo el mundo los hombres se sentirán despertados a
una viva esperanza, que es don del Espíritu Santo, para que, por
fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y en la suma
bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria del Señor.
"Al
que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que
pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El
sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las
generaciones, por los siglos de los siglos. Amén." (Eph
3,20-21).
Todas y cada una de las cosas que en esta Constitución pastoral se
incluyen han obtenido el beneplácito de los Padres del sacrosanto
Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad apostólica a Nos confiada
por Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo
aprobamos en el Espíritu Santo, decretamos y establecemos, y
ordenamos que se promulgue, para gloria de Dios, todo los aprobado
conciliarmente.
Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.
Yo,
PABLO, Obispo de la Iglesia católica.
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